C A P Í T U L O 2

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Derrotado, salí de la estación. Arriba me esperaba la anciana que antes muy caritativamente me había atendido.

—¿Qué ocurre, jovencito? ¿No encontraste a la chica?

Le di una pequeña sonrisa compasiva. Se lo explicaría todo, pero no quería que a la pobre mujer le diera un colapso mental allí mismo. Así que, en vez de contarle toda la historia desde el principio, dije:

—No. Por desgracia ya se había ido.

La señora apretó los labios; parecía que de verdad le importaban mis desgracias.

—No te preocupes, hay muchos peces en el mar. Además, un joven tan guapo como tú no tardará en encontrar novia. O novio.—Hizo una pausa en la que me examinó de arriba a abajo. Bajo su detallado escudriño me sentí bastante vulnerable, para ser sinceros.—Aunque dudo mucho que encuentres a alguien si sigues saliendo así a la calle.

¿Así a la calle? No entendía que tenían de malo mi túnica blanca y mis sandalias. Mire hacia abajo y... ¡Diablos! No recordaba que seguía desnudo. La desnudez, por supuesto, no era problema para nosotros los dioses, es más, estaba bien visto que enseñases con orgullo tus atributos. Y no podía decir que yo no estuviera dotado con unos magníficos. Sin embargo, con el paso de los milenios, el cuerpo humano se había vuelto un tabú en la sociedad. ¡Una sociedad que antes le rendía culto! Ahora sentirse orgulloso de tu cuerpo era signo de vanidad; era como si el mundo quisiera que tus inseguridades afloraran y dominaran tu mente hasta hacerse dueñas también de tu cuerpo. No me hacía gracia tener que taparme, pero sí es verdad que daba un poco el cante en medio de la calle. Todo el mundo me miraba, y aunque me gusta ser el centro de atención, este no era el momento adecuado.

—Claro —acepté, pero luego reculé para mis adentros. Si no recordaba mal, para usar ropa necesitabas comprarla primero con dinero mortal. Y yo de eso no tenía.

—Acompáñame —dijo la anciana.

—¿A dónde vamos?

—Vamos a mi casa. Puede que algo de la antigua ropa de mi difunto marido te sirva. —Sus ojos azules volvieron a hacer un recorrido por mi figura, lo cierto es que comenzaba a intimidarme un poco—. Aunque él era más escuálido. Igual su ropa te quedará un poco prieta, pero servirá. Ven.

Sin mediar palabra, la seguí hacia un antiguo edificio de ladrillo rojo con puertas verdes.

—¿Cómo te llamas?

—Cu... Eros,—En el último momento, recordé que mi forma griega solía usarse como nombre humano.—, me llamo Eros.

—Ah, como ese cantante... ¿cómo se llamaba? Bueno, es igual... Puedes llamarme Margarita.

—Claro, Doña Margarita.

—¿Qué tal me veo?

Doña Margarita me evaluó —otra vez— con la mirada antes de dar un leve asentimiento con su cabeza, lo cual hizo que sus rizos canosos rebotaran. Aquello me divirtió.

—¡Te queda que ni pintado! —exclamó, elevando sus arrugadas manos hacia el cielo. Me empujó hacia el espejo —con demasiada fuerza para su edad— y me instó a que me mirara en él. Lo cierto es que la ropa no me sentaba mal, es más, me veía muy bien—. Mira esos pantalones, ¡qué culito te hacen!

Miré de reojo a la anciana; ¿estos comentarios eran normales entre mortales? Como sea, me aseguraré de halagar las posaderas de un humano cuando me lo cruce. De todas formas, la señora tenía toda la razón: los pantalones color caqui me realzaban los glúteos, aunque me inclino a pensar que eso pasaba porque eran de una talla menor a la que fuera que fuese la mía. Y además aquella camisa blanca me acentuaba los bíceps... Espera, ¿qué? ¡No! Estoy actuando como cierta divinidad a la que odio parecerme, a pesar de que Madre diga lo contrario. ¡Me dice que él y yo somos iguales! Como sea, el caso es que dejé de mirarme al espejo y caminé hacia una de las sillas. Mis piernas seguían adoloridas por la caída, y sentarme un rato a descansar no le haría daño a nadie.

—¿Cómo piensas encontrar a la joven?

Giré la cabeza hacia Doña Margarita, no me había dado cuenta de que me hablaba.

—Aún no lo sé. Pero lo que sí tengo claro es que lo haré, de una manera u otra.


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Al llegar a casa, todas las tareas que quería hacer se esfumaron de mi cabeza, que la única información que le mandó a mis músculos fue «sofá». Y pues quién soy yo para contradecir lo que manda mi cerebro, así que me tumbé directamente en dicha pieza de mobiliario. Cerré los ojos durante unos segundos, disfrutando de la paz que se había formado a mi alrededor, pero pronto tuve que abrirlos debido a una fuerza exterior. Esa fuerza exterior, era en realidad, mi teléfono móvil, que sonaba insistentemente con el irritante pitido característico que aún no había tenido tiempo de cambiar. O de descubrir como se cambiaba.

—¿Por qué? —mascullé a tiempo que me levantaba del sofá. El aparato continuaba sonando y vibrando, pero la verdad es que no tenía intención alguna de cogerlo. Aunque entonces recordé lo que siempre me decía mi madre: «No hagas a otros lo que no te gustaría que te hicieran a ti». Sabias palabras las de mi madre. Y bueno, a mí no me gustaba ser ignorada por teléfono, así que...

—¿Sí?

—Abigail, soy Pablo.

Solté un pequeño suspiro de fastidio que espero no se notara demasiado.

—¡Pablo! ¡Cuánto tiempo!

—Sí, hace mucho que no nos vemos —dijo—. ¿Crees que podrías estar libre para el sábado? He pensado que podríamos ir a tomar algo, pasarlo bien...

Puse los ojos en blanco y mordí mi puño para no gritar. Pablo era un amigo... Bueno, en realidad no era un amigo, era más bien el amigo de un amigo. Como sea, eso no es lo importante. Lo importante es que lleva andando detrás de mí desde hace unos meses, y lo que al principio era un estúpido juego de tonteo al que no le di importancia... Parece que él sí se la dio, y se convirtió en el juego del gato y el ratón.

—¿Sabes? Me parece que tendría que consultar mi agenda, creo que el sábado tenía una boda...

—Podemos quedar el domingo.

—Uy no, el domingo me viene todavía peor.

—¿Pues el lunes?

—¿Sabes qué? Mejor ya te llamo yo y lo vemos.

—Pero...

—¡Adiós!

En cuanto colgué la llamada, sentí que el aire volvía a entrar a mis pulmones. Con una mano en el pecho, llamé a Inés.

—Inés, te quiero en mi casa en veinte minutos.

—A la orden.

Acto seguido me dirigí a la cocina para servirme una gran copa de vino: la iba a necesitar.

Cupido, no juegues con el amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora