Ira

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De algún modo el continuo tic tac del reloj conseguía volverlo loco. Las paredes eran demasiado blancas, su escritorio muy liso, la computadora siempre encendiendo y apagando de la misma forma, funcionando con el programa de la empresa. Los vidrios mostrando la misma ciudad cada día, los mismos compañeros, la misma rutina.

Tenía alrededor de tres años en el segundo piso de administración. No era el nuevo, pero tampoco gerente. Se mantenía en esa línea intermedia que a nadie le importaba. Ni si quiera era lo suficientemente bueno para aspirar a un ascenso, ni demasiado malo para que lo despidieran. Sólo era él, Elías. Sin nada de prefijos. Un simple administrador de una Universidad sin renombre, sin estudios extras. Con una esposa que cada día se volvía más gorda e insoportable.

O al menos esa era la concepción que tenía de sí mismo.

La jornada lo ahogaba; como si el edificio donde trabajaba fuese un pantano repleto de lodo fangoso que se lo tragaba a las ocho de la mañana y lo escupía de vuelta a las cinco de la tarde.

Cuando llegó a casa esa noche, después de calentar sus ansias de dominio con alcohol en un bar cercano, su esposa lo esperaba al pie del comedor, temerosa y con la cabeza gacha.

Diez años de matrimonio, o más bien de adiestramiento, habían conseguido que su mujer tuviera esa postura perfecta de sumisión.

La cena estaba replegada en la mesa con las vajillas que a él le gustaban, la comida que él esperaba y una cerveza que se enfriaba en la nevera.

Elías no había sido nadie en la escuela, ni en la Universidad. Ni siquiera ahora en el trabajo. Pero en su casa, era el dueño y amo del mundo, y su mujer, la esclava perfecta.

Lo llenaba de ira cada día que tenía que obedecer a sus jefes sin rechistar, aguantar gritos y regaños a veces injustificados. Pero todo podía ser liberado en casa; su pequeño reino personal, aunque distaba mucho de ser un paraíso, porque ella no era lo que él quería.

Avanzó lentamente y tomó asiento. Miró a sus laterales para comprobar que los cubiertos estuviesen en su sitio y asintió complacido. La comida estaba a la temperatura ideal.

La mujer, sin hacer ruido, le llevó la cerveza hacia la mesa. Cuando la posó en la madera pudo advertir que sus manos temblaban ligeramente.

Comió el primer bocado en silencio; Era cuestión de tiempo encontrar un desliz, y lo halló en el momento que bebió un sorbo de cerveza. Era de esperarse; ella siempre fallaba.

Dejó de comer. Le parecía una falta de respeto que no la tuviera preparada para la cena.

Se levantó con parsimonia. Su esposa no rechistó, ni retrocedió, simplemente continuaba con la mirada fija en el suelo.

Por alguna razón, ver aquello lo molestó todavía más. Si hubiese pedido perdón de rodillas e implorado piedad, su ira se hubiese aplacado un poco y la satisfacción la sustituiría.

Pero su sumisión era el resultado de tantas peleas, tantos gritos. Elías le había proferido a su esposa tantos insultos a través de los años, alegando su total  incapacidad para hacer la cosa más banal, que ella se creía realmente incapaz de cualquier cosa.

Ella se creía culpable de no tener nunca la cerveza fría, de ser gorda, de no trabajar, de no haber estudiado. Llevaba la carga en sus hombros de irse de casa a temprana con un hombre que no la quería ni un ápice.

Cuando su marido la observó, esperando una súplica, ella no se movió.

El ángel de su derecha, que podía adivinar los pensamientos de aquella mujer desde esa mañana, se encontraba totalmente indignado.

La muerte, a su lado, esperaba paciente.

Por primera vez en mucho tiempo al ángel no le molestó que la muerte estuviese allí.

Elías acarició la mejilla de su esposa viendo los cardenales casi desaparecidos que le había propinado su última paliza. No recordaba por qué había sido. Aunque realmente nunca había una razón contundente. La golpeaba porque él podía hacerlo. Y ella se lo permitía.

Se alejó; lo suficiente para que el dorso de la mano impactara contra el rostro de ella.

La mujer cayó al piso, se dejó ir.

La muerte sonrió; ya se estaba acercando su hora.

Elías tomó el cuchillo de mesa y quiso experimentar; a ver cuánta sangre podía salir de un pequeño corte.

No la mataría, por supuesto que no.

Agarró su brazo y trazó un corte simétrico. La sangre espesa comenzó a correr muy lentamente.

La mujer vio la herida con curiosidad.

Elías la dejó allí tirada en el suelo. Faltaba otro pequeño paso.

Buscó la cerveza caliente en la mesa. Todo lo había ocasionado la cerveza.

Se aproximó hasta el cuerpo mutilado, proponiéndose partir aquella botella de vidrio en su cabeza.

Pero la sangre tirada en el suelo le hizo una mala jugada.

Elías resbaló y se cayó, dándose un fuerte golpe en la cabeza que no le permitía moverse.

Acercándose al fin de su desgraciada vida, pudo ver por fin a los dos seres que estaban en el salón.

Vio al ángel, que lo observaba como si no fuese más que estiércol. Y a la muerte, que al contrario de como él la había imaginado toda su vida, vestía una túnica blanca, casi transparente, rodeado de un aura muy oscuro.

Se dio cuenta de que su esposa no estaba allí. En realidad, nunca había estado. 

—Ayúdame, ¡por favor! — Pidió al ángel, al ver que la muerte se acercaba.

—Te he ayudado siempre, Elías. Tu vida ha estado llena de oportunidades, pero sólo hasta hoy.

—¿Por qué? ¿Por qué a mí?— Lloriqueó en medio de la desesperación.

Ésta vez el ángel no respondió, sino la muerte.

—Me sorprende que no lo sepas.

Elías murió, según las autoridades, por un un golpe severo en la cabeza, que resultó de resbalarse con la cerveza caída en el suelo.

La policía juzgó que fue a alcoholizarse luego de ver a su esposa muerta en la cama donde ambos dormían.

Pero Elías nunca la había visto.

Ese fue su error.

Una Noche Oscura y Siete Pecados ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora