—Jaemin, no puedo más.

Endureció sus facciones, las lágrimas se detuvieron justo en el momento en que levantó el rostro y me enseñó esa mirada suya, esa que me decía lo mucho que detestaba en lo que nos habíamos convertido.

—Hazlo, haz lo que quieras. Entonces lo lograrás, por fin lo harás —de su boca una corta y seca risa escapó—, harás que te odie de una vez por todas.

Nos quedamos en silencio, porque él tenía razón. Ambos sabíamos que el vaso se había rebalsado, que los corazones en el interior de esta casa habitada por fantasmas y demonios de muerte y amor, ya habían dado por terminada la partida.

El cansancio era demasiado para seguir intentando resistir.

Después, dijo: —¿Crees que mató a tu madre?

Asentí.

Y la angustia se desparramó de sus labios.

Jaemin jadeó, su cuerpo resbaló y se acurrucó en el suelo. Lloró y lloró.

Me mantuve de pie.

Le miré viajar a un pasado de mentiras y horrorosas verdades.

No hice nada para ahuyentar sus propias pesadillas.

Una vez el llanto, la rabia y la tristeza se habían detenido, Jaemin miró hacia arriba, hacia mí.

—Idiota— dijo al fin. —Debiste confiar en mí.

No podía creer que estuviese diciéndome eso, pero debí entrever hacía muchos años que Jaemin sería bueno para ver las sombras que habitaban en sus seres amados. Él vio las mías y las abrazó, ¿por qué no ver las de su padre?

—Lo odio —gruñí, apretando los dientes—, lo odio tanto...

Me aferré tanto al odio que terminé por nublar mi vista de rojo. Me olvidé de todo, viví esperando el sufrimiento de mi padre, irónicamente, mi vida se sentía como una tragedia. Había leído Edipo Rey en el colegio, pensé que era una estupidez, había leído por gusto La vida es sueño, creí que padre e hijo serían un karma eterno. Al igual que Segismundo deseaba tener el poder de romper ese karma, pero yo sería eternamente un Edipo.

No me di cuenta del momento en que Jaemin se puso de pie y se acercó a mí.

Solo percibí el cambio cuando sus manos tibias sujetaron mi rostro.

—Jeno, tienes un futuro, una chica con la cual estar... no lo arruines.

No me importa.

Y mis siguientes palabras nos condenaron a ambos.

—No te tengo.

Creí que me gritaría, enmudecería o se reiría. Su expresión no cambió, impávido secó las lágrimas de sus ojos (o de los míos, ya no lo sabía).

—No, no me tienes.

Al borde del precipicio, me estaba sosteniendo con uñas y dientes. Había una voz gritando tan alto en mi cabeza y quería detenerla. Ya no había salida, ¿verdad?

Duele.

Quema.

Era una alarma advirtiendo un incendio que ya no se podía apagar.

—Quiero tenerte. –Clavé las uñas en sus hombros, en su cuero cabelludo, en sus labios y en sus pómulos–, lo he querido desde siempre.

Estaba rendido, como el héroe caído que ha perdido su motivo de lucha. Fui quien se sujetó a los últimos retazos que quedaba de los dos. Él fue quien apaciguó mi terror.

Red - NominWhere stories live. Discover now