8. Jaemin

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Florina - Âme Seule

Quién iba a pensar que podría estar asustado de la oscuridad cuando tenía más de veinte años. Bueno, los que decían que no se podía eran unos imbéciles, yo estaba aterrorizado hasta la médula. 

Sabía de qué se trataba, debía saberlo, había pasado más de un semestre investigando larga y tendidamente sobre el tema. Quizá porque me tocaba de cerca, era algo que me había acompañado durante mi infancia y que, a veces, cuando la pesadumbre se instalaba en mi pecho, regresaba para atormentarme.

Ansiedad nocturna.

Tontos intentos del cerebro de mantenerte martirizado. Así me gustaba describirlo, aunque mi profesor me habría reprobado de haber escrito eso en mi evaluación de abril. Pero claro, él no entendía lo frustrante que las jodidas noches podían resultar cuando sentías que el corazón te saldría del pecho y los ojos estallarían desparramando sangre y carne pulposa sobre la almohada si no volteabas a ver a la oscuridad, esperando que el motivo del inminente horror saltase sobre ti para devorarte, masacrarte y escupirte en la sala de estar, sabiendo que nadie llegaría lo suficientemente rápido para ayudarte.

Jamás pude ponerle nombre ni rostro al miedo que me hacía creer que alguna "cosa" estaba clavando sus ojos en mi espalda. No soñaba con fantasmas o temía a un monstruo bajo mi cama, era más bien, un temor sin remitente.

Lo había odiado de pequeño, lo odiaba de grande, pero al menos en aquel entonces todavía podía correr hacia mamá para pedirle que duerma a mi lado.

Esta noche me sentía solo, la cama demasiado grande para abarcarla con mis brazos. No pude seguir con ello después de un rato. Abrí la puerta y recorrí la casa en penumbras, que se iluminaba a través de los cristales cuando un relámpago resplandecía en el cielo, luego todo volvía a estar en calma. Encontré a mis pies dirigiéndome hacia la cocina, donde las macetas del abuelo se amontonaban cerca del ventanal, resguardadas de la tormenta. Sentí paz en el momento en que salí al exterior, dejando que la ventisca nocturna moviese la ropa holgada sobre mi cuerpo.

La playa lejana no era más que una mancha oscura donde las sombras disparejas tomaban forma antes de desaparecer otra vez entre la lluvia. Los tablones del pórtico continuaban unos metros más hasta que el toldo terminaba y la arena comenzaba. Me detuve justo al final y me senté allí, con las pequeñas gotas rebotando contra la última madera y mojando mis piernas. El frío se coló por debajo de los shorts y dentro de la sudadera, me sentí desprotegido, pero a diferencia de la oscuridad en la habitación, aquí no había otros terrores más que los provocados por los truenos que hacían vibrar la casa.

Entonces la sensación de ser vigilado regresó, y al voltear el corazón repicó en el borde de mi garganta, para luego calmarse una vez encontré al idiota que casi se chocó contra el cristal al darse cuenta de que había sido descubierto.

—Quédate con los crayones y los bisturíes, el espionaje no es lo tuyo.

Regresé la atención al frente, abrazando las rodillas desprotegidas contra mi pecho. Las maderas crujieron, sus pies igualmente descalzos aparecieron a un lado de mí. Miré con desagrado a este tipo que acababa de interrumpir mi preciado momento de paz y parecía importarle un carajo que mis ojos estuviesen deseando materializar dagas afiladas. Después de un segundo atravesado por todos los sonidos de la tormenta, él se sentó lo bastante cerca para que nuestros hombros pudiesen tocarse si uno de los dos llegaba a respiraba más hondo de lo normal.

—No te estaba espiando– masculló, un leve rubor contrastó con la palidez de su rostro–. Al parecer tuvimos la misma idea, pero llegaste primero.

Red - NominDonde viven las historias. Descúbrelo ahora