Entonces Raoul se decide:

—Señor comisario, ese ángel se llama Erik, vive en la Ópera y es el Ángel de la música

¡El Ángel de la música! ¿De veras? Si que es curioso... ¡El Ángel de la música!

Y, volviéndose hacia los directores, el señor comisario de policía Mifroid pregunta:

—Caballeros, ¿tienen ustedes ese ángel en la casa?

Los señores Richard y Moncharmin movieron la cabeza sin sonreír siquiera.

—¡Oh! —dijo el vizconde—, estos caballeros han oído hablar del Fantasma de la Ópera. Pues bien, puedo asegurarles que el Fantasma de la Ópera y el Ángel de la música son la misma cosa. Y su verdadero nombre es Erik.

El señor Mifroid se había levantado y miraba atentamente a Raoul.

—Perdón, caballero, ¿tiene intención de burlarse de la justicia?

—¿Yo? —protestó Raoul, que pensó dolorosamente: «Otro que no quiere hacerme caso».

—Entonces, ¿qué me está diciendo con su Fantasma de la Ópera?

—Digo que esos señores han oído hablar de él.

—Caballeros, parece que ustedes conocen al Fantasma de la Ópera.

Richard se levantó, con los últimos pelos de su bigote en la mano.

—¡No, señor comisario! No, no le conocemos, pero nos gustaría mucho conocerle, porque esta misma noche nos ha robado veinte mil francos...

Y Richard volvió hacia Moncharmin una mirada terrible, que parecía decir: «Devuélveme los veinte mil francos o lo cuento todo». Moncharmin le comprendió tan bien que hizo un gesto de loco: «¡Ah, lo digo todo! ¡Lo digo todo!».

En cuanto a Mifroid, miraba alternativamente a los directores y a Raoul y se preguntaba si no se había perdido en un asilo de locos. Se pasó la mano por el pelo:

—Un fantasma que en una misma noche rapta a una cantante y roba veinte mil francos es un fantasma muy ocupado. Si ustedes quieren, hablamos en serio. Primero la cantante, luego los veinte mil francos. Veamos, señor de Chagny, tratemos de hablar en serio. Usted cree que la señorita Christine Daaé ha sido raptada por un individuo llamado Erik. ¿Conoce a ese individuo? ¿Le ha visto?

—Sí, señor comisario.

—¿Dónde?

—En un cementerio.

El señor Mifroid se sobresaltó, siguió mirando a Raoul y dijo:

—¡Por supuesto...! Ahí es donde se suele ver a los fantasmas. ¿Y qué hacía usted en un cementerio?

—Señor —dijo Raoul—, me doy perfecta cuenta de la rareza de mis respuestas y del efecto que producen en usted. Pero le ruego que crea que estoy en mis cabales. Va en ello la salvación de una persona que, junto con mi bienamado hermano Philippe, me es lo más querido del mundo. Querría convencerle en pocas palabras, porque el tiempo pasa y los minutos son preciosos. Por desgracia, si no le cuento desde el principio la historia más extraña del mundo, no me creerá. Voy a decirle, señor comisario, cuanto sé sobre el Fantasma de la Ópera. ¡Por desgracia, señor comisario, no sé gran cosa!

—Diga lo que sepa, diga lo que sepa —exclamaron de pronto Richard y Moncharmin, muy interesados; por desgracia para la esperanza que por un instante habían concebido de conocer algún detalle susceptible de ponerles tras las huellas de su mistificador, pronto tuvieron que rendirse a la triste evidencia de que el señor Raoul de Chagny había perdido del todo la cabeza. Toda aquella historia de Perros-Guirec, calaveras y violín encantado sólo podía haber nacido en el cerebro trastornado de un enamorado.

El fantasma de la óperaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora