Capítulo III

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3.

Por segunda vez en su vida, Maldathar entró al Asilo del Magister. Esta vez tenía menos miedo, aunque su corazón no latía más despacio que en la primera ocasión. Estaba nervioso. Agachó la cabeza al cruzar entre las estatuas de los reyes y los magistri y caminó sobre la alfombra dorada hasta detenerse delante del lugar en el que, un mes atrás, estaba la lente del Mirador Celestial. Ahora no había allí lente alguna y la cúpula estaba cerrada. Bajo esta había un alto sillón azul con dos alas de fénix doradas desplegándose a ambos lados y una esfera verdeante sobre el respaldo, cubierto por un cortinaje.

En él se sentaba el rey, hundido entre los cojines como un anciano, con el cabello lacio y quebradizo, gris, colgando sobre el pecho hasta la cintura y la corona ceñida a las sienes. No era la antigua corona dorada de los reyes elfos sino una nueva, hecha de un metal negruzco y con un cristal vil en su centro. El cuello de la capa se levantaba tras su nuca y los pliegues de la misma le cubrían los brazos. Las hombreras eran también diferentes a las que solía lucir, más pequeñas y de un color oscuro. Llevaba el pecho descubierto, con el cristal vil incrustado en él, latiendo, iluminándose con un pulso constante, como si aquél fuera ahora el único corazón que tuviera. La toga, del mismo color que las hombreras, le colgaba de la cintura y el bajo se desmayaba a sus pies, sobre el suelo de mármol. Se apoyaba en un brazo del trono como si no pudiera sostener su propio peso. El rostro enjuto estaba vuelto ligeramente hacia la izquierda, como mirando un punto invisible en el espacio. Los dedos de la mano derecha acariciaban un huevo de fénix que reposaba sobre su regazo.

Maldathar hizo una profunda reverencia y aguardó, con las manos unidas debajo de la cintura y la cabeza baja. Silian estaba a su espalda, en la misma actitud.

El rey movió débilmente la mano izquierda en un gesto ambiguo.

—Dejadnos solos —murmuró—. Todos. Tú también, joven guardiana.

Silian pareció dudar. Cuando la Guardia Real abandonó el recinto, ella lo hizo también. Las puertas se cerraron y todo quedó en silencio.

Maldathar tragó saliva, mirando a ambos lados nerviosamente. El palpitar rotundo en su pecho y el brillo intermitente de la piedra verde incrustada en el del rey medían el transcurrir del tiempo. El zumbido de la magia se hizo audible de nuevo para él. Se había acostumbrado a aquel ruido de fondo de modo que sólo lo tenía presente cuando, como en ese momento, todo lo demás callaba.

—Mírame, Hijo del Sol.

El elfo obedeció, levantó la vista y contempló a su rey. El rostro enjuto, las facciones afiladas, el brillo confundido y volátil en los ojos, los delgados brazos, la piel macilenta... Y aquella postura de árbol derruido, agonizante, aquella mueca en su rostro, grave y vencida. Tuvo la impresión de que algo se iba desprendiendo en su interior, abriéndose en dos mitades como un cascarón quebrado y viejo. Un nudo de angustia le estranguló la garganta y sintió un dolor sordo en alguna parte cercana al estómago.

—Dime lo que ves —pronunció el rey, elevando la mitad derecha del labio e inclinando la barbilla hacia el pecho. La mirada febril estaba fija en él.

—Veo lo que he visto siempre, Majestad —respondió, con voz trémula—. Veo a mi rey y señor.

«Veo a mi padre. El único padre que no me ha abandonado ni traicionado», pensó. Pero aquello no lo dijo. El último de los Caminantes del Sol sonrió a medias, con una mueca que no parecía del todo satisfecha. Había amargura en el rictus de su boca. Luego suspiró, desvió la mirada y siguió acariciando el huevo.

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⏰ Last updated: Jan 05, 2019 ⏰

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De la sangre del SolWhere stories live. Discover now