-No sueño con los ojos abiertos. Solo... pienso demasiado.

Ella bufó.

-Casi lo mismo.

Sonreí con orgullo porque había comenzado a sonar menos como una extranjera y más como alguien que había pasado más de una semana aquí.

Un día, cuando me pidió que le contase sobre mi madre, ella dijo «Aprenderé tu idioma y me llevarás a tu hogar, entonces conoceré un poco más de ti». La idea me pareció detestable, no pude volver a hablar por lo que pareció una eternidad. El miedo me paralizó en ese entonces y siguió susurrando en mis oídos cada vez que las palabras "hogar" y "Corea" eran pronunciadas en la misma oración.

¿Qué cosas podría mostrarle más que la horrible verdad?

Mis recuerdos estaban colmados por una casa en donde me sentía solo, un padre al que odiaba y temía en igual medida. Las sombras de mi madre me acechaban en la noche, como si fuese un alma en pena a quién jamás podría rescatar. Y si le enseñaba todas esas cosas, también debería mostrarle todo lo que lo rodeaba a él.

Jaemin siempre significaría una corona de espinas. Era la dualidad entre la gloria y la deshorna.

Suspiré, luchando por poner una sonrisa que no pudiese delatar mis pensamientos.

-Ve primero, necesito fumar y luego te seguiré.

Quizá no me creyó, pero, resignada a que eso sería lo único que conseguiría de mí, caminó hacia el pasillo. Entonces se detuvo.

-Estaremos en la playa, ven cuando hayas terminado de almorzar.

-¿Tan temprano?

Se encogió de hombros.

-Tu abuelo y Jaemin estaban lavando los platos y dijeron que querían aprovechar el día.

Asentí, dirigiéndome a la ventana abierta para que el humo escapase por allí.

-Iré en un segundo.

La cocina estaba desierta al entrar

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La cocina estaba desierta al entrar. Los platos y cubiertos escurrían y los rayos de sol ingresando por el ventanal eran una buena fuente de luz que me acompañó en mi solitario almuerzo.

Miré la carne cosida y el estómago se me revolvió a pesar del hambre atroz. Hacía un año que no tenía un almuerzo decente, o quizá dos años, no lo sabía realmente. La universidad me obligaba a desayunar entre clases, y el almuerzo era una cosa que ya no existía en mi vida sobrecargada de resaltadores y caras fotocopias. La cena era el único momento del día en el que podía sentarme tranquilo, frente al televisor y con la ropa del trabajo ya puesta, para disfrutar de lo que pudiese preparar en una hora y veinte minutos. Luego tomaría la bicicleta y pedalearía hacia el trabajo, rezando para que al jefe no se le ocurriese comprobar cuán sudado estaba mi uniforme.

Red - NominDonde viven las historias. Descúbrelo ahora