Capítulo 2. Una última noche de dolor

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El gran vidente se refugia en un pequeño y barato cuarto de hostal en la Candelaria. Rodeado por varios de los monumentos y la vida cultural y nocturna de Bogotá. No necesita ninguna ventana para sentir el aire frío del exterior. Su sensibilidad sobrenatural le permite percibir más allá de las paredes de la habitación sin ventas, aspirar el esmog de la calle, ver las luces de las casas, los edificios, los postes, etc.

Todo el cuarto está inundado por los aromas que desprenden el incienso acomodado en su respectivo quemador en una pequeña mesita al lado de una cama simple. Se instaló entre el pequeño espacio que queda entre la puerta y la cama (dispuestas de forma paralela), en medio de un círculo de velas. Una corriente de energía recorre su cuerpo que va perdiendo peso, para convertirse paulatinamente en otra cosa, en una especie de espíritu.

Se eleva poco a poco hasta que, suspendido en el techo del pequeño cuartito, observa su cuerpo que se ha quedado atado al suelo en posición zen. Esta nueva forma, esta proyección astral de su propio ser le permite viajar como un ente inmaterial por toda la Ciudad. Atraviesa las paredes de las habitaciones hasta llegar a la calle.

Ya en ella, persigue, convertido en un ser etéreo, a un viejo gordo que camina aterrorizado por las calles del centro, rumbo a su hogar vacío. Lleva una pequeña bolsa de compras y recuerdos. Se ha quedado sin trabajo y su casa heredada está atiborrada de montoncitos de cosas que en realidad no utilizaba. Apila cuadros, viejos periódicos de treinta décadas atrás, juguetes, cables, libros, revistas. El hombre avanza despacio como si los pies le pesaran. Después de un rato, se detiene frente a la fachada de una casa colonial y hace la parafernalia requerida para abrir la puerta. Una vez entra y cierra la puerta, va directo a una habitación que hace de sala, esquivando los montones de cosas preciadas que apenas si lo dejan caminar.

El viejo se acomoda con dificultad en un raído sillón con la tela rota por partes y acomoda la bolsa al pie de unos vasos sobre la apenas visible mesita del teléfono, hundida entre montañas de papel, madera, vidrio y metal. Toma unas fotos que están debajo de los vasos y se pone a admirar el cuerpo de sus ex-compañeros de trabajo. ¿Si tan sólo él pudiera tener los pectorales de Juan; el cabello rubio y los ojos azules de Adrián, el trasero y los brazos de Fernando? Todos populares con las mujeres. Pero a él lo habían echado por acosador, porque le estaba prohibido tomarle fotos a la gente sin su permiso. Le dolía ya no poder proveerse de las fotos de  esos cuerpos que tanto admiraba, porque ya no le bastaban con los de las viejas revistas gringas y europeas, las páginas porno gratis y por suscripción que apenas podía pagar con su mediocre sueldo, necesitaba algo real, algo que pudiera tener más posibilidades de tocar y de ver.

Una gotita se escurrió por su piel arrugada y, luego, formó una mueca de dolor para proferir un aullido. No estaba dispuesto a seguir aguantando eso. ¡No era justo! Él tenía derecho a tener un cuerpo así, a ser admirado, a ser saludado con interés, a ser amado y deseado por todas y por todos. Quería desplazar los rumores calientes de esos tres sementales del trabajo a él, pero era viejo y feo. De repente, sus tetas inmensas le pesaron más y su gran barriga lo torturaba, no le dejaba verse las piernas, ni su propia entrepierna. Su calva palpitaba. Era un monstruo relegado aquella soledad, entre montañas de sus objetos preciados que todos rechazaban como basura.

El gran vidente estaba atento a la situación desde una esquina del cuarto, fascinado con aquella criatura y su dolor. En la bolsa que le había visto cargar por la calle venían algunas velas, un lazo, unas hierbas, incienso y otros objetos típicos de un ritual. La etérea proyección empleó lo que, en la brujería, denominan el "ojo interno", hablidad que le permite ver el pasado, el futuro y el presente oculto a los ojos normales. Se adentró un poco en el pasado de aquella casa heredada y de aquel hombre para averiguar más de aquel extraño ser. Su madre murió víctima de un infortunado intento de practicar la necromancia para revivir a su marido. Aquella vieja casa de estructura colonial, en medio del centro bogotano, ha pertenecido a un linaje de manipuladores de la energía que vinieron desde el País Vasco a conquistar el nuevo mundo. Él era heredero de ese legado, pero lo había negado hasta ahora que, en su vida, no veía otra escapatoria que recurrir a esa extrañas costumbres religiosas de sus ancestros españoles.

Ciudad embrujadaWo Geschichten leben. Entdecke jetzt