No juegues conmigo - Suspenso/Ciencia ficción (Parte 1)

4 0 0
                                    

La mañana intentaba escurrirse por los pliegues de las cortinas hacia la desolada sala de Jacinto Urquiola. Tenues rayos lograban iluminar parte del rostro desgarbado del hombre mientras este observaba abstraído el fondo de una taza manchada con restos de café que descansaba sobre una mesita frente a él.

Sentado con apatía en el único sillón que adornaba la pequeña estancia, reflexionaba sobre su vida. Sentía la soledad como un gran yunque que a cada segundo lo hundía en un oscuro y profundo pozo.

Estaba acostumbrado a cuidar de alguien, desde los ocho años lo hacía, por eso ahora no tenía nada qué hacer. Se sentía aburrido y sus deberes les eran insípidos.

Comenzó aquel enfático hábito velando por su tímido hermano cuando este había iniciado la escuela. Después de unas cuantas temporadas el chico se marchó de casa para vivir con su padre, quedándole a Jacinto la responsabilidad de cuidar de su madre enferma. Al cumplir los veintitrés años la mujer murió, meses después esperaba junto al altar para unirse en matrimonio con Lorena Peñalver, una joven de padres extranjeros y mirada caprichosa. Una década más tarde Lorena lo abandonaba, pero contó con la dicha de disfrutar de la custodia, una semana sí y otra no, a su hija Anastasia.

Cada vez que la chica se quedaba con él la protegía como si ella fuera una rosa de cristal, hasta que una triste mañana un conductor imprudente la arrolló acabando con sus dieciocho años de vida.

Después de aquel fatal hecho, sucedido cuatro años atrás, Jacinto perdió todo interés por lo mundano. Sin embargo, decidió seguir respirando y se mudó a la capital, donde pudo aplacar la soledad adoptando una camada de tres perros que encontró abandonados dentro de una caja cierto día en que regresaba del trabajo.

Los mantenía bien cuidados, bañados, alimentados y consentidos, pero a pesar de todas las atenciones que les brindaba y del afecto que recibía de sus mascotas, nada le era suficiente para calmar el asfixiante vacío y la amarga pena que lo agobiaba. Se sentía inútil.

El pitido del teléfono lo sacó con brusquedad de sus cavilaciones. Se levantó de golpe tropezando con la mesa, haciendo que esta se volteara y expulsara la taza por los aires hasta volverse añicos en el suelo.

Ni siquiera se molestó en quejarse. Al menos tendría algo qué hacer después de atender la llamada.

Ignoró el desorden y se acercó con prontitud al aparato, emocionado por la novedad.

—¿Quién?

—Pon el canal veintiséis. ¡Rápido! —le ordenaron.

Se sobresaltó al escuchar aquella voz. Era Lorena, su exesposa, quien desde el entierro de su hija no le dirigía la palabra, a menos, que fuera por un asunto de extrema importancia.

—¿Qué?

—¡Muévete, Jacinto, antes de que termine el programa!

La voz autoritaria de la mujer lo obligó a abandonar el teléfono y correr al televisor para poner el canal que le pidió, sin entender lo que sucedía.

Al encontrarlo observó la imagen de un importante empresario de la ciudad sentado en una butaca. Respondía, con ensayada diplomacia, las preguntas sobre economía que le dirigía un periodista.

Ese tema le crispaba los vellos de la nuca. Sin embargo, se armó de paciencia y esperó algunos minutos, con el ceño fruncido, tratando de descubrir en las palabras del hombre lo que su antigua mujer quería mostrarle, pero no hallaba nada importante. Estaba a punto de apagar el televisor, angustiado por las necesidades de su exesposa, cuando al canal se le ocurrió enfocar la imagen de todo el estudio. Así pudo apreciar en un formato más amplio al periodista, al empresario y a la joven mujer que lo acompañaba.

—¡Santa Madre de Dios! —exclamó horrorizado al observar a la hermosa chica sentada al lado del hombre. La boca y los ojos se le abrieron como platos. Era su hija. Anastasia.

Con torpeza se levantó del sillón para acercarse a la pantalla, así lograría mirarla con detenimiento. Era exactamente igual, con los cabellos negros cayéndole sobre los hombros, los hoyitos marcados en las mejillas por su tierna sonrisa y la nariz respingada heredada de su abuela materna. Pero a pesar del gran parecido físico, su pose era altiva y su estilo de vestir sensual en nada se asimilaba al de su recatada hija.

Y los ojos... no eran los mismos ojos negros llenos de vida de su Anastasia. Los iris de esta joven eran de un azul intenso, casi irreales, y miraban con frialdad.

—¡Por el poder de Dios! —profirió sin poder salir de su asombro. Se aferró a la cruz de plata que le colgaba del cuello mientras se percataba que la chica se agitaba con movimientos pausados durante intervalos establecidos. El resto del tiempo se mantenía inmóvil, sin pestañear siquiera, conservando una sonrisa en los labios. Parecía una estatua viviente.

Al finalizar la entrevista, y en medio de las despedidas, el periodista se refirió a ella como Verónica Santaella, la esposa del entrevistado. La joven aumentó un poco la sonrisa y dirigió la mirada a la cámara, clavando sus gélidos ojos en Jacinto, que había quedado petrificado y con la cruz empuñada en la mano.

El sonido del teléfono lo hizo brincar del susto. La frente la tenía cubierta por un sudor frío y el corazón le latía desenfrenado en el pecho. Tomó el auricular con mano temblorosa y escuchó la angustiada voz de Lorena al otro lado de la línea.

—¿La viste?

No podía responder. Las palabras las tenía atragantadas en la garganta.

—Jacinto es ella, ¡es mi Anastasia!

—Es muy parecida, pero...

—¡Es ella! —gimoteaba Lorena desconsolada, angustiándolo más.

—No es posible. Murió hace cuatro años. La enterramos.

—Pero es ella, mi corazón de madre me lo asegura.

Jacinto soltó la cruz, que le quedó marcada en la palma, para frotarse la frente y despejarse el aturdimiento. Necesitaba pensar con claridad.

—No es posible, Lorena. ¿Viste sus ojos? Los tenía azules. Los de Anastasia eran negros.

—Son lentes de contacto, ¿no lo notaste? Nadie tiene los ojos así de azules. Eran muy brillantes.

La insistencia de la mujer lo desesperaba. Jacinto no sabía qué hacer ni qué pensar. En realidad la joven era muy parecida a su hija, pero no había ninguna razón lógica, ni natural, que justificara su aparición en aquel programa de televisión.

—Iré por ella —soltó Lorena con determinación.

—¡¿Qué?!

—Iré a la capital y la buscaré. Ese hombre es una personalidad pública, indagando podré encontrar la dirección de su casa.

—¿Estás loca? Es un empresario poderoso. ¿Cómo crees que te recibirá?

—No me importa. Es mi hija, necesito hablar con ella.

Jacinto respiró con pesadez. Aunque los nervios aún los tenía alborotados, la cordura se le iba asentando con lentitud en las neuronas.

—No es Anastasia, no es posible, ella está muerta. La enterramos hace cuatro años —intentó utilizar un tono de voz sobrio para meterle un poco de sensatez a su exmujer en la cabeza, pero era inútil. Lorena estaba decidida.

—Iré, Jacinto. Si quieres me acompañas, ella también es tu hija.

—No lo hagas, puedes terminar en la cárcel acusada por acoso...

—¡Te dije que no me importa! Voy saliendo a la capital. Al llegar te llamaré. Tendrás suficiente tiempo para pensarlo.

Sin esperar respuesta, Lorena cortó la llamada, dejando a Jacinto angustiado, confundido y aterrado. Cuando se le metía algo en la cabeza a esa mujer no descansaba hasta lograrlo. Así tuviera que pasar por encima de quién fuera.

Trocitos de mi ♥️ RelatosWhere stories live. Discover now