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Todo comenzó con la muerte de mi «madre».

Era una de esas tardes en las que el cielo llora. Las pieles palidecen, los coches se desaturan y las calles se tiñen de un gris insípido y frío. 
El féretro, que reflejaba la tenue luz que se colaba a trompicones entre los nubarrones como si estuviera hecho de obsidiana, dejaba entrever el rostro inerte de la mujer que, una semana antes, me había confesado que no era su hija biológica.
Aquel día no derramé ni una sola lágrima. En lo más profundo de mi corazón siempre había tenido el pálpito de que algo no acababa de encajar. Me había sentido tan desubicada durante toda mi vida que lo único que lamenté fue que no me lo hubiese dicho antes. 

Mi padre estaba de viaje de negocios y tuve que encargarme de los preparativos del funeral y del entierro en el mausoleo familiar. No soy capaz de afirmar si fue más desagradable el hecho de ver a toda la familia –que odiaba como se odian los culés y los madridistas– fingiendo un pesar que realmente no pesaba en sus pulmones o que durante aquel día todo el mundo me tratase como si estuviera hecha de cristal. 

Después de la ceremonia alquilé una habitación de hotel. No tenía ganas de volver a casa y mi madre adoptiva me había dejado una herencia considerablemente gruesa como para no tener que preocuparme más sobre las banalidades del mundo. Siempre había deseado tener un patrimonio como aquel y retirarme a un refugio a dedicarme a la vida contemplativa pero no sé si lo había deseado de la manera adecuada. 

Era incapaz de dormir. Me revolvía entre aquellas sábanas con olor a mentol barato sin encontrar una postura cómoda y me atormentaba pensando en lo que me iba a deparar a partir de entonces. Si en ese momento hubiese sido capaz de vislumbrar mínimamente un atisbo de lo que iba a ocurrir en mi vida después de aquello, me hubiese dado un aplauso a mí misma y me hubiese regalado un Óscar al mejor guion original. 

Me puse el vestido del funeral y bajé a deambular por las calles. Ya no llovía pero todo estaba cubierto de un olor a tierra húmeda y mohosa. Contaba los pasos a medida que avanzaba, intentando parecer lo suficientemente siniestra para que nadie quisiera acercarse a mí. A ratos, funcionaba; a ratos simplemente las miradas de los viandantes susurraban el peligro en los hombros de sus compañeras.
No es que me agradase dar miedo, es que quería evitar toda posibilidad de conocer a alguien simpático con el que animarme a ahogar mis angustias en el último sorbo de un gintonic. 

Caminé sin rumbo durante un par de manzanas hasta que una voz en mi cabeza tomó el control de mis decisiones. En aquel momento no sabía si estaba delirando o me había vuelto loca pero deseaba con todas mis fuerzas que así fuera, por lo que seguí las direcciones de la misteriosa voz. Se parecía bastante a la mía pero tenía un deje más aterciopelado que la hacía mucho más atractiva. Tras unos minutos de giros inesperados y atajos por callejones sospechosos, la voz cesó cuando llegué a una pequeña casa baja de dos pisos. Tenía un aspecto encantado a la luz de la luna y si alguien me hubiese preguntado en aquel momento, habría afirmado con total certeza que en aquel lugar habitaban espíritus. 

Como no había tenido suficientes problemas durante aquel día, decidí allanar la vivienda sin remordimiento alguno. Aunque, para ser sincera, parecía que llevase siglos sin habitarse. No perdí el tiempo, rodeé la casa por el jardín, intentando buscar una ventana rota o alguna cerradura oxidada pero, para mi sorpresa, todo parecía estar en mejor estado del que esperaba. Cuando me dirigía hacia una de las ventanas, el graznido de un cuervo llamó mi atención. Se había posado en el alféizar y me miraba con esos enormes ojos negros. Agitó las plumas y volvió a graznar, sin apartar la vista de mí. Por un momento creí entenderlo. Por un momento pensé que me estaba preguntando qué intentaba hacer. Pero enseguida me di cuenta de que era mi subconsciente legal que quería materializarse en aquel cuervo para advertirme de que lo que estaba a punto de hacer estaba mal. Muy mal.  

Reculé. El cuervo giró la cabeza como si no entendiera por qué estaba cambiando de opinión. Me quedé observándolo durante unos segundos. Tenía las plumas tan limpias y brillantes que me dieron ganas de arrancarle una. Él, que probablemente no querría perder una de sus plumas, graznó de nuevo, furioso, como si supiera exactamente lo que estaba pensando. 

De repente, un destello azulado cruzó entre nosotros y sentí como si alguien me empujara con fiereza hacia el suelo. Intenté mantener el equilibrio pero resbalé, el cuervo salió volando entre graznidos y yo me precipité de espaldas al suelo. Sin embargo, lejos de notar la fría y dura tierra del jardín en la espalda, sentí una corriente sedosa a mi alrededor, que inundó mis pulmones en cuestión de segundos y me tragó como un agujero negro. 

Al recuperar la conciencia me percaté de que estaba empapada. Podía sentir los mechones de mi pelo dibujando sobre mi rostro constelaciones transparentes y la tela del vestido despegándose de mi piel como una ventosa. Abrí los ojos y me incorporé de sopetón. Encontré en esa dirección unas pupilas que me miraban con intriga desde las cortinas de unos ojos grises curiosos. Una nariz afilada y unos labios finos formaban el resto del puzle. Giró la cabeza como anteriormente había hecho el cuervo y permaneció inmóvil, mirándome. 

Yo, que todavía necesitaba escupir restos de agua estancada en mis pulmones, tosí y una brisa agitó nuestros cabellos, entremezclándolos en el aire. Su larguísima melena lacia de azabache  se ondeaba por mechones al compás del aire mientras él seguía sin quitarme ojo. 

Una arcada me atizó en la garganta con tanta fuerza que me sacó del ensimismamiento. Me doblé hacia un lado para vomitar pero fui incapaz. Recogí mis piernas y gateé hasta apartarme un poco de él, aún con náuseas. Cuando hice el siguiente amago de vomitar, sin resultado, advertí que mi pelo había cambiado. El castaño claro casi rubio se había convertido en un blanco puro, tan reluciente que parecía que emanaba luz propia. 

Instintivamente miré al chico, como si pretendiese encontrar en su mirada todas las respuestas a innumerables preguntas que se habían formulado de repente en mi cabeza. Él dejó escapar un soplo de aire que produjo un sonido suave y melódico al intentar terciar palabra conmigo. Me observaba atónito, apoyado sobre sus rodillas, a unos metros de distancia. Parecía estar igual de perplejo que yo, o incluso más. 
–¿Qué ha pasado? –inquirí. Pero no obtuve respuesta. Él seguía quieto, estudiando mis movimientos.

Me puse de pie y él se levantó al unísono, con una precisión tan exacta que pareció un movimiento espejo. Di un paso en su dirección y él dio otro en la mía. Resultaba tan extraño pero tan inocente a la vez que mi interior debatía cómo debía reaccionar. 

–¿Tienes frío? –preguntó de repente. Su voz era suave como la nieve pero firme como el hielo. 

–Sí. 
Ante mi tosca respuesta, comenzó a desabrochar unos botones en la zona de su clavícula. Acto seguido, se quitó una especie de capa y se acercó a mí con ella en las manos.
–¿Puedo? 
Entendí que se refería a que si podía ponérmela por encima, por lo que asentí con cierta desconfianza. Él, con movimientos cautelosos y fluidos, me rodeó con la capa de terciopelo negro y formó una especie de crisálida a mi alrededor. 

Nos miramos a los ojos durante unos instantes y no pude evitar romper a llorar. El chico, que se sorprendió ante mi repentino llanto, permaneció inmóvil frente a mí, observándome sin hacer o decir absolutamente nada.
La luz de la luna atravesó una nube en el cielo y le alumbró la cara, descubriendo una piel pálida que no tenía nada que ver con el color mortecino del funeral. Su palidez resultaba elegante y sofisticada y me recordó a los antiguos nobles. Me sequé las lágrimas y comencé a sentirme vulnerable.
–¿Cómo te llamas?
–¿No conoces el nombre del tercer descendiente sanguíneo de la prosapia del Gran Pluma Gris? 
Aturullada y con un cúmulo de emociones contradictorias que sobrepasaban mis límites, comencé a desfallecer. Él me agarró y me alzó para cogerme en brazos.
Lo último que recuerdo antes de perder el conocimiento, de nuevo, fue su voz acaramelada diciendo: «No sé cómo has llegado hasta aquí pero no quiero que te vayas».

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⏰ Last updated: Mar 29, 2020 ⏰

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Preludio oníricoWhere stories live. Discover now