Florencia

18 0 0
                                    

 Allí estaba otra vez, en aquella casa que lo enterraba bajo sus escasos recuerdos. Donde el silencio era tan profundo que podía escuchar su propio corazón latir tratando de escapar de allí, de aquel lugar escalofriante con paredes desnudas que parecían tan, no, mas antiguas que él mismo.

 Suspiró, y su respiración se hizo notar como una sutil bailarina que danzaba con gracia en el aire frío, aquel que lo abrazaba igual que su madre lo hacia cuando el piso se congelaba de tal manera que las piernas se le dormían. Por unos momentos extrañó ese calor natural que ella emanaba, el cual, por lógica, había deducido que era una especie de estufa que todos tenían en su interior, y se mantenía encendida con la comida. Claro que él últimamente no la estaba manteniendo bien prendida.

 Volvió de sus pensamientos en cuanto una madera carcomida por el tiempo se quejó de que la hubiera pisado, se dobló en si misma y rechinó con fuerza, como el viejo Lucio rechinaba sus dientes de plata cuando Doña Lola se quejaba de que no hiciera nada. Así de fuerte fue el exasperante sonido. Mientras unas gotas de sudor utilizaban sus cachetes como un resbaladizo tobogán, el niño estuvo unos segundos estático, sin siquiera respirar. Sus ojos, ennegrecidos por las sombras, escudriñaban con locura cada rincon, cada detalle, haciendo brillar sus pupilas llenas de estrellas, denotando el miedo que le carcomía por dentro. Por un instante olvidó casi por completo el gélido aire que le calaba hasta los huesos. Pero pronto volvió a si y sintió cuan congelados estaban sus pies.

Aun no recordaba con exactitud cada espacio pero el pasillo que llevaba a la cocina se veía dejado, casi cansado. Notó que el techo había cedido, quizá todo el lugar se hubiera achicado ¿Como podía saberlo? Dio unos pasos mas y el viento cerró con ímpetu la ventana que daba al salón, haciendo que el estruendo se propagara hacia el estudio y se encerrara allí. Su rostro se volvió pálido con el sobresalto, al igual que sus labios en una nevada tarde de invierno. Una tarde lluviosa en la que su madre le gritaba que entrara, que se iba a enfermar, y quien sabe que otras cosas de madre que el no escuchó por seguir a aquel hombre, tan conocido por los recuerdos suprimidos pero un completo extraño para él, hasta que su barrio desapareció entre la espesa nieve. Y allí se encontraba, junto con la vergüenza de querer una supuesta libertad, de ser un desobediente, de ser un mal hijo.

En aquel momento comprendió por qué su madre le había advertido una y otra ves que no se acercara. El solo le respondía que si moviendo la cabeza, como cualquier niño de su edad, pero no la había escuchado realmente. Se había perdido cuando una gota cayó con fuerza en el fregadero. Un mundo de preguntas le llevó a quien sabe donde. Pero no podia pensar en eso ahora mismo. Estaba en aquel lugar, el que había prometido no volver a ir, en la madriguera. Y las palabras preocupadas de su madre se habían perdido en algún planeta donde el no figuraba como habitante.

De pronto, el sonido de unas cadenitas chocando entre si le llevaron a dudar. Esperó un momento para ver si había sido su imaginación, pero este volvió casi como un susurro. Apretó el puño. La bestia estaba allí, en la casa.

- ¿Y ahora que hago? -

Pensó para sí, aunque sabia que nadie le respondería, por que el estaba solo en su cabeza. Aunque deseó que, por un instante alguien mas pudiera entrar y decirle que hacer. Como su madre, por ejemplo, ella seguro sabría como sacarlo de este lío. Pero se las tendría que arreglar solo, porque como había dicho Doña Lola.

- Si solito te metés, solito te jodés. -

Suspiró profundamente y otra bailarina danzó con una gracia sin igual. Miró hacia las viejas escaleras y tomo toda la valentía que pudo. Debía acercarse lentamente, solo así podría conseguirlo. Con cuidado y sin apuro comenzó a caminar hacia su destino, el segundo piso, mientras miraba como el sofa se había entristecido y la alfombra solo acumulaba polvo. Toda la casa parecía deprimida. Como su madre. Él lo sabia porque lo había dicho Laura, que era psicóloga.

FlorenciaWhere stories live. Discover now