EL INCENDIO

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Inmediatamente después de la explosión, el reverendo Kiyoshi Tanimoto, una vez que salió corriendo a ciegas de la propiedad de Matsui, y que miró con sorpresa a los sangrantes soldados en la boca del agujero que habían estado cavando, se acercó compasivo a una anciana que caminaba al azar, sosteniéndose la cabeza con la manó izquierda, y llevando sobre la espalda a un niño de tres o cuatro años, al que sujetaba con la derecha,— mientras gritaba: «¡Estoy herida! ¡Estoy herida! ¡Estoy herida!» El señor Tanimoto cargó el chico en su propia espalda y condujo por la mano a la mujer hasta la calle, oscurecida por lo que parecía ser una columna de polvo común. La llevó hasta una escuela primaria cercana, previamente designada como hospital temporario para casos de emergencia. Por medio de esta conducta solícita, el señor Tanimoto se libró en el acto de su terror. En la escuela se sorprendió muchísimo al ver el suelo cubierto de trozos de vidrio y cincuenta o sesenta personas heridas que esperaban ser tratadas. Reflexionó que, aunque había sonado la sirena de cese de peligro y no había oído aviones, debieron arrojarse varias bombas. Recordó que en el jardín del industrial había una loma desde la cual podría echar un vistazo a todo Koi —y a toda Hiroshima, en realidad— y corrió a la propiedad.

Desde la colina, el señor Tanimoto vio un panorama desolador. No solamente un sector de Koi, como él había esperado, sino todo lo que le era posible ver de Hiroshima en medio de ese aire neblinoso, emanaba un miasma espeso y pavoroso. Manchones de humo, cerca y lejos, comenzaban a surgir de la polvareda general. Se preguntó cómo podía haber resultado un daño tan extenso de un [35] cielo silencioso, aun unos pocos aviones, por alto que volasen, hubiesen sido audibles. Las casas cercanas estaban ardiendo, y cuando comenzaron a caer enormes gotas de agua del tamaño de bolitas, pensó a medias que provendrían de las mangueras de bomberos que luchaban contra las llamas. (En realidad eran gotas de humedad condensada que caían del turbulento hongo de polvo, calor y fragmentos de átomos que ya se había elevado varias millas en el cielo por sobre Hiroshima.)

El señor Tanimoto abandonó la contemplación cuando oyó la voz del señor Matsuo preguntándole si estaba bien. Este había estado bien resguardado en el interior de la casa destrozada gracias a los colchones depositados en el vestíbulo de adelante, y había logrado salir. El señor Tanimoto apenas le respondió. Pensaba en su esposa y en su bebé, en su iglesia, su hogar, sus feligreses, todos ellos sepultados en aquella espantosa lobreguez. Una vez más comenzó a correr lleno de miedo hacia la ciudad.

La señora Hatsuyo Nakamura, viuda del sastre, luego de emerger dificultosamente de las ruinas de su casa después de la explosión y luego de ver a Myeko, la más pequeña de sus tres hijos, enterrada hasta el pecho e incapaz de moverse, reptó a través de los escombros, separó vigas y apartó tejas, en un desesperado esfuerzo para liberar a la niña. Entonces, desde lo que parecían ser cavernas mucho más abajo, oyó dos vocecitas que gritaban: Tasukete! Tasukete! «¡Socorro! ¡Socorro!» Llamó los nombres de su hijo y de su hija: «¡ Toshio ! ¡ Yaeko !»

Las voces contestaron desde abajo.

La señora Nakamura abandonó a Myeko, quien al menos podía respirar, y en una especie de frenesí hizo volar los escombros que tapaban las voces. Los chicos habían estado durmiendo a casi [36] tres metros de distancia el uno del otro, pero ahora sus voces parecían venir del mismo lugar. Toshio, el varón, tenía aparentemente alguna libertad de movimientos, ya que la madre podía oírlo removiendo desde abajo la pila de madera y tejas que ella apartaba desde arriba. Finalmente vio su cabeza y la tironeó hacia ella. Un mosquitero le envolvía los pies, como si se lo hubiera ligado cuidadosamente. Dijo que había sido arrojado a través del cuarto y que bajo los escombros había estado encima de su hermana Yaeko. Desde abajo ésta dijo que no podía moverse porque tenía algo en las piernas. Excavando un poco más la señora Nakamura hizo un agujero encima de la niña y empezó a tironearla del brazo. Itai! «¡Me duele!», gritó Yaeko. La señora Nakamura contestó:

Hiroshima (John Jersey)Where stories live. Discover now