EL RELÁMPAGO SILENCIOSO

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Exactamente a las ocho y quince de la mañana, el 6 de agosto de 1945, hora japonesa, en el momento en que la bomba ató- mica fue arrojada sobre Hiroshima, la se- ñorita Toshiko Sasaki, empleada del departamento de personal de la Compañía Hojalatera del Asia Oriental, acababa de sentarse ante su escritorio de la oficina y estaba volviendo la cabeza para hablar con la muchacha del escritorio vecino. En el mismo momento, el doctor Masakazu Fujii cruzaba las piernas disponiéndose a leer el Asahi de Osaka en el porche de su clínica privada, a las márgenes de uno de los siete ríos que dividen Hiroshima; la señora Hatsuyo Nakamura, viuda de un sastre, estaba ante la ventana de su cocina, observando cómo el vecino demolía su casa por estar situada en el sendero del campo de defensa antiaérea; el padre Wilhelm Kleinsorge, sacerdote alemán de la Compañía de Jesús, se recostaba, vestido con ropa interior, en la parte superior del edificio de tres pisos que ocupaba la misión, para leer un periódico jesuita: Stimmen der Zeit; el doctor Terufumi Sasaki, joven miembro del cuerpo de cirujanos del amplio y moderno Hospital de la Cruz Roja de la ciudad, atravesaba uno de los corredores del mismo con una muestra de sangre en la mano para hacer una reacción de Wassermann; y el reverendo Kiyoshi Tanimoto, pastor de la Iglesia Metodista de Hiroshima, se detenía ante la puerta de un rico vecino de Koi, el suburbio occidental de la ciudad, para descargar una carretilla llena de cosas que había evacuado de la ciudad, por temor a las inmensas escuadrillas de B-29 que todo el mundo esperaba ver llegar sobre Hiroshima. Cien mil personas murieron como consecuencia de la bomba atómica, y estas seis quedaron entre los sobre [13] vivientes. Todavía se preguntan por qué viven mientras tantos otros murieron. Cada uno de ellos posee una pequeña justificación referida a la suerte o a la voluntad — un paso dado a tiempo, una decisión de entrar en un edificio, haber tomado un vehículo en vez de otro — que lo salvó. Y ahora cada uno sabe que en el acto de sobrevivir vivió una docena de vidas y vio más muerte de la que jamás pensó ver. Pero en el momento, ninguno sabía nada.

El reverendo Tanimoto se levantó a las cinco de la mañana. Estaba solo en la rectoría, porque desde hacía un tiempo su esposa y su hijito de un año se alojaban por las noches en casa de unos amigos en Ushida, suburbio al norte de Hiroshima. De todas las ciudades importantes del Japón, sólo dos, Kioto e Hiroshima, no habían sido visitadas con asiduidad por los B-san, o Señor B, como los japoneses, con una mezcla de respeto y desdichada familiaridad, llamaban a los B-29; el señor Tanimoto, al igual que sus vecinos y amigos, estaba medio enfermo de ansiedad. Había oído relatos detallados acerca de los bombardeos en masa sobre Kure, Iwakuni, Tokuyama, y otras ciudades cercanas; estaba seguro de que pronto le llegaría el turno a Hiroshima. Había dormido muy mal la noche anterior, porque hubo varias alarmas aéreas. Desde semanas atrás, Hiroshima recibía todas las noches tales alarmas porque por esa época los B-29 tomaban Lago Biwa, hacia el nordeste, como punto de reunión, y cualquiera fuese la ciudad que los norteamericanos planeasen atacar, las superfortalezas volaban por sobre la costa, cerca de Hiroshima. La frecuencia de las alarmas y la continuada abstinencia de los Señores B con respecto a Hiroshima habían inquietado a los ciudadanos; corría el rumor [14] de que los norteamericanos reservaban algo especial para la ciudad.

El señor Tanimoto es un hombre bajo, rápido para hablar, reír y llorar. Lleva el cabello negro partido al medio y bastante largo; la prominencia de los huesos frontales justamente encima de las cejas, y la pequeñez de su bigote, de su boca y de su mentón, le confieren un aspecto extraño de niño viejo, juvenil y a la vez sabio, débil y valiente al mismo tiempo. Sus movimientos son nerviosos y veloces, pero con una limitación que sugiere que se trata de un hombre cauto y reflexivo. En realidad son precisamente estas cualidades las que demostró en los días de desasosiego que precedieron a la caída de la bomba. Además de enviar a su mujer a que pasara las noches en Ushida, el señor Tanimoto había llevado todas las cosas transportables desde su iglesia, situada en el abigarrado distrito residencial llamado Nagaragawa, hasta la casa de un fabricante de rayón, en Koi, a dos millas del centro de la ciudad. Este fabricante, el señor Matsui, había habilitado sus entonces desocupadas posesiones para un gran número de amigos y conocidos, de modo que éstos pudieran evacuarse a una distancia que estuviera a salvo de la probable área afectada. El señor Tanimoto no tuvo inconveniente en transportar él mismo, en carretilla, sillas, himnarios, Biblias, objetos del altar y registros de la iglesia, pero la consola del órgano y el piano vertical requerían alguna ayuda. Un amigo suyo llamado Matsuo le había ayudado el día anterior a llevar el piano hasta Koi; en agradecimiento, él había prometido ayudar ese día al señor Matsuo a transportar los bienes de una hija. Esta es la razón por la cual se había levantado tan temprano.

Hiroshima (John Jersey)Where stories live. Discover now