Javier se recostó y apagó la luz. Incluso con la persiana y la ventana cerradas podía escuchar el rugido del viento. ¿Era su imaginación o últimamente el tiempo andaba desquiciado? Todavía faltaba mucho para los desajustes naturales de la primavera...

Cerró los ojos. No se estaba tan mal ahí en la cama después de todo. Tal vez pudiera dormir largo y tendido, y las cosas tendrían mejor color por la mañana.

El ruido del viento se apagó a medida que Javier se desconectaba del mundo, y al cabo de un rato, ya en sueños, fue sustituido por otro: el de las campanas. Campanas grandes y pesadas, de esas que retumban por largo rato como diapasones. Eran al menos dos, una de tono grave y otra más aguda que daba dos tañidos por cada uno de su hermana mayor. Iban desfasadas. La combinación de ambos sonidos debería haberle resultado agradable, pero más bien le aturdía el cerebro, haciéndole rechinar los dientes. Se llevó ambas manos a los oídos para reducir la molestia. No funcionó. Amortiguar las campanadas sólo aumentaba el volumen de las voces, unas que surgían de su propia mente y que no paraban de reñir entre sí, causándole desesperación y angustia. ¿Por qué no se callaban de una buena vez? Hubiera dado cualquier cosa por un poco de silencio. Sólo... silencio.

Abrió los ojos. La habitación donde se encontraba tenía una sola ventana, algo pequeña. En esos momentos no entraba mucha luz por ella, pero bastaba para ver que en el cuarto no había más que una vieja cama, una mesa y una silla. Las paredes lisas tenían manchones de humedad. Él sabía donde estaba. También sabía que lo habían encerrado con llave por su propio bien. ¿O era por el bien de otros? No pudo responder esa pregunta ni ninguna otra. Las campanas y las voces entorpecían sus pensamientos; era como tratar de avanzar por un pantano con el agua y el lodo hasta el cuello y el olor a podredumbre invadiéndole la nariz. Apenas podía soportarlo, y dentro de él iba creciendo un grito que no tardaría en salir, destrozándole la garganta. Recordó al fin la razón por la que lo habían traído a ese lugar: había seres que lo acosaban. Seres malignos que hacían daño a las personas a través de él. Necesitaba ayuda para deshacerse de ellos antes de que hirieran a alguien más. Pero los seres no se iban; por algún motivo se sentían atraídos hacia él, y en ese momento... en ese momento estaban en la habitación, rodeándolo. Eran las sombras. Las sombras estaban vivas y se movían en la periferia de su campo visual, más cerca y más lejos. A diferencia de las campanas y las voces, las sombras no hablaban, pero su silencio resultaba mucho peor porque no las veías llegar hasta que ya era demasiado tarde. Imágenes de horror y sangre acudieron a su mente, torturándolo, y de la misma insidiosa manera las sombras continuaron su interminable asedio, hasta que el grito acabó por estallar en sus pulmones. Si había alguien afuera, sin duda lo estaba escuchando a pesar de las campanas.

—¡Dejadme ya! —añadió luego—. ¡Basta! ¡Dejadme para que pueda volver a casa!

Las sombras no se marcharon, y él hubiera jurado que su dolor les producía felicidad...

Las campanadas se convirtieron en golpes secos y Javier despertó. Por un momento estuvo demasiado confundido para reaccionar, pero luego se dio cuenta de que los golpes sonaban dentro de la casa. Provenían del cuarto de su madre. Entonces el joven también escuchó gritos y se levantó de inmediato.

—¡Mamá! ¡Mamá!, ¿qué sucede?

Mientras corría hacia el dormitorio de su madre pensó que quizás hubiera entrado un ladrón al apartamento, pero al abrir la puerta vio que ella estaba sola, de pie en la habitación y arrojando objetos contra las paredes en un ataque de ira irracional. A Javier le costó reconocerla. Aquella mujer no parecía su madre sino una dama loca escapada de un manicomio. El muchacho se lanzó hacia ella y trató de sujetarla, pero la mujer le dio un codazo sorprendentemente fuerte en el estómago y Javier retrocedió unos pasos, debilitado por el dolor.

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⏰ Last updated: Jul 28, 2012 ⏰

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