Capítulo 3

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III

Tres meses antes

El apartamento no era ni la mitad de lo que había sido su antigua casa, y además estaba en el cuarto piso de un edificio sin ascensor, pero a Javier le gustaba. Él y su madre no necesitaban mucho espacio, y lo más importante, el lugar les pertenecía. Lo habían comprado con el dinero de la venta de la casa, del que había sobrado suficiente para abrir una cuenta en el banco. Añadiendo eso al seguro por la muerte de su padre, Javier no tendría problemas para mantener a su madre mientras él conseguía un empleo. Más que nada le preocupaban las cuentas médicas, que ya eran considerables y no tardarían en crecer.

Iba cargando la última caja por las escaleras y se detuvo a la mitad para descansar. Suspiró. Todo estaba bastante bien, considerando las circunstancias, pero igual se sentía deprimido. Las cosas habían cambiado con mucha rapidez; extrañaba a su padre, su casa, sus compañeros de clase, sus amigos, su niñez. Extrañaba la época en que no tenía más preocupaciones que los exámenes. Extrañaba lo que había sido su madre antes de que su mente empezara a desmoronarse.

Terminó de subir las escaleras. Mañana le dolerían las piernas, seguro. Para compensar, lo bueno era que por fin desarrollaría algunos músculos de la cintura para abajo. Todo el mundo le decía que estaba muy escuálido.

Ester, su madre, estaba en medio del apartamento contemplando las cajas con expresión confundida. Cada una tenía escrito lo que contenía, pero era como si ella hubiera olvidado el significado de aquellos símbolos. Javier depositó su carga en el suelo.

—¿Por qué no te vas a dormir un rato, mamá? Me dijiste que no habías dormido bien anoche, ¿no? Yo me ocuparé de todo.

Ella lo miró sin abandonar su expresión confundida, y por un momento el muchacho temió que también lo hubiera olvidado a él, pero luego Ester sonrió y se aproximó para darle un beso en cada mejilla.

—Eres un buen hijo, Javier. No sé qué haría sin ti.

—Gracias, mamá. Anda, vete a la cama. Puse tus sábanas favoritas.

La mujer asintió, le dio otro beso a su hijo y marchó al dormitorio dando pasos lentos y cuidadosos. A Javier le rompía el corazón verla así, tan frágil y envejecida. Tenía apenas cincuenta años y ya parecía una anciana. El muchacho volvió a suspirar y continuó desempacando. No le faltaba mucho para terminar. Habían traído lo menos posible, y no sólo porque el apartamento era pequeño, sino porque su vida anterior se había derrumbado de manera muy dolorosa, y ambos habían decidido que era mejor dejar atrás todos los recuerdos penosos. En el caso de su madre, pensó Javier, eso ocurriría de forma más literal. Al ritmo que progresaba su enfermedad, era probable que en unos pocos años, o quizás unos meses, los recuerdos desaparecieran con sus neuronas destruidas.

El muchacho sacó a la puerta una alfombrilla, y entonces se encontró con una señora que venía subiendo las escaleras con varias bolsas del supermercado.

—Buenas tardes —saludó ella—. ¿Eres el nuevo dueño del apartamento? —Javier asintió—. Bienvenido al edificio.

—Gracias. Me llamo Javier. Viviré aquí con mi madre.

—¡Qué bien! Oye, ¿por qué no le dices que venga? Los invitaré a los dos a tomar un té.

Javier se dio vuelta. Su madre había cerrado la puerta del dormitorio.

—Lo siento, pero ella se acaba de ir a dormir. Estos últimos días han sido muy ajetreados.

—Oh. Pero igual puedes venir tú, ¿no? Me da la impresión de que te hace falta un descanso.

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