Capítulo 4

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IV

Las cosas salieron mucho mejor de lo que Javier había esperado con respecto a su madre y la vecina. Una tía de Marisa había muerto de Alzheimer, por lo que ella entendía bien la gravedad del problema. Y no sólo eso, sino que también se ofreció para cuidar de Ester unas horas al día, a fin de reducir los gastos en acompañantes y enfermeras.

—Voy a serte franca —le dijo al muchacho en privado—: aprovecha que puedo ayudarte ahora sin cobrarte nada. Busca el mejor empleo posible y trata de ahorrar hasta el último centavo, porque más tarde sí vas a necesitar ayuda profesional, y entonces el dinero se va a ir como agua, aunque tu madre tenga cobertura médica. No quiero asustarte más de lo que ya debes estarlo, pero no va a ser nada fácil.

Javier asintió y se limitó a darle las gracias, porque tenía un nudo en la garganta. Era la primera vez en mucho tiempo que alguien accedía a echarle una mano, y estaba a punto de llorar de alivio.

Ester aceptó la compañía sin una sola queja. Supuestamente Marisa iría a visitarla todos los días en calidad de amiga, pero Javier suponía que su madre no estaba tan mal como para no entender de qué iba aquello. Que no protestara era una buena señal, y el muchacho volvió a sentir alivio. No habría sabido qué más hacer si su madre no hubiera admitido que necesitaba supervisión.

Tres días después, Javier consiguió dos empleos de medio tiempo. No eran la gran cosa, pero lo mantendrían ocupado mientras encontraba algo mejor. No le molestaba estar ocupado. A decir verdad, lo necesitaba. Tomar aire fresco, charlar con otras personas, sentirse útil... cualquier cosa que le diera un toque de normalidad a su vida.

Uno de los empleos consistía en hacer pequeños recados para la sucursal de un laboratorio farmacéutico. Era el que pagaba menos pero el que le gustaba más. Podía hacer buena parte de sus tareas a pie, y le daba la impresión de que el aire invernal estaba fortaleciendo su cuerpo y su sistema inmune. Además, le despejaba la cabeza. Para los viajes largos utilizaba una motocicleta de segunda mano que había comprado a buen precio en un remate; era una antigüedad pero funcionaba de maravilla.

Dos semanas después se dio cuenta de que estaba disfrutando la rutina, y poco a poco empezó a sentir que sus problemas ya no eran tan grandes y que quizás se arreglarían de alguna forma. Era una actitud peligrosa y lo sabía, pero no podía evitarlo; había aprendido, de la manera más trágica, que la falta de esperanza conducía rápidamente a la desesperación, y la desesperación llevaba a... un lugar todavía más oscuro.

Una tarde de neblina, su jefe en el laboratorio le dio un paquete para un lugar que sólo conocía de vista, pero que había espoleado un poco su curiosidad.

—“Centro de Sanación Renacer” —leyó el muchacho.

—¿Sabes dónde es? —le preguntó su jefe. Javier asintió—. Casi siempre es Martín quien les lleva los medicamentos en el auto, pero se fue temprano porque su hijo tiene gripe. Vete ya y no te demores.

—No, señor —replicó el muchacho, y fue a buscar su moto.

El Centro de Sanación Renacer ocupaba una manzana completa en la parte residencial de la ciudad. Era un edificio muy bonito, rodeado de árboles y jardines, y su fachada en lila le daba un toque de color al día gris. A medida que se aproximaba, Javier notó que no había ningún símbolo religioso en la estructura, cosa que lo sorprendió porque tenía toda la pinta de una institución con fines espirituales. El muchacho estacionó la moto y se dirigió a la puerta principal.

El interior estaba pintado de verde pálido y decorado con numerosas fotografías de paisajes naturales. Había personas conversando aquí y allá, y en conjunto el ambiente era tranquilo y agradable. Javier aún no detectaba símbolos religiosos.

SombrasWhere stories live. Discover now