Doblé en una esquina, seguí derecho un par de calles hasta que me detuve en seco, cerré los ojos y me pregunté si era otra de esa veces en que mi mente me engañaba y me hacía pensar que estaba de vuelta en lugares y con personas que habían dejado de existir. No lo sabía, pero me quedé de pie, mirándolo, y él, al cerrar la puesta del carro negro del que descendió me dedicó una mirada fugaz, dio unos pasos al frente, como sin dar importancia, pero se detuvo y como acto reflejo regresó la mirada a mí, la posó unos instantes y una enorme sonrisa se proyectó en su rostro, una sonrisa que a pesar de los años pasados, dolió como el infierno.

Este nuevo hombre, porque no cabía ya la posibilidad de llamarlo muchacho, se acercó a mí, y con cada paso podía notar esas diferencias en él, su rostro era ahora adornado por una modesta barba bien cuidada, negra como su cabello fino y peinado hacia un costado, sus labios seguían rojos, y su piel lozana y blanca. Llegó un punto en que estaba ya tan cerca que debimos hablar, pero permanecimos un rato más así, en silencio, observándonos, yo, analizándolo, intentando grabármelo y describirlo más tarde en alguna de mis letras. Él fue el primero en romper el silencio, y como siempre, aunque no fue su intención, sus palabras me llegaron con fuerza.

—Dios, que milagro verte—comentó con un tono dulce en su voz y me abrazó, pero se apartó de mi con demasiada rapidez, sus ojos verdes revolotearon mas allá de mí, a mis espaldas, y luego me miró, ansioso. —¿Él no vino contigo?

Y aunque no dijo su nombre, todo su mundo se reducía a él, como siempre había sido. Tardé unos minutos en reaccionar, pues no quise más que mover la cabeza, estaba aturdía.

—¿No? —inquirió, y puede sentir su decepción. —Por Dios, que necio es, que le costaba venir.

Y de la emoción volvió a enredarme en sus brazos y lo hizo tan fuerte que unió pedacitos de mi alma que aun estaban rotos, pero ese abrazo no era para mi, el ansia de sus brazos reclamaba a alguien más. Con los ojos iluminados se apartó de mi solo lo suficiente para mirarme a los ojos, ojos míos, negros apenados y confusos.

—¿Y cómo están? ¿Qué haces acá? ¿Cuándo llegaron?

Con esas tres preguntas entendí un poco de lo que pasaba, y más tarde supe la historia completa. En la mente de Alejandro, Diego y yo jamás nos separamos, y yo jamás se lo dije, no volví a hablar con él, nunca hubo despedidas formales entre él y yo.

—Estoy bien. Estoy presentando un libro.

—¡Vaya eso es genial!

Y él dijo muchas otras cosas, comentarios inconexos, pero yo no lo escuchaba, solo lo miraba e intentaba regresar el tiempo y compararlo con aquel a quien yo había conocido, y a pesar de encajar casi a la perfección habían claras diferencias, y no solo por la edad. Este Alejandro tenía brillo en la mirada, sus ojos tenían vida, por primera vez el verde representaba aquello, su labios rojos se curvaban en sonrisas reales, sus manos gesticulaban con alegría, su cabello estaba más largo, como si ya no sintiera esa ansiedad por cortárselo.

Solo comencé a poner atención a lo que decía cuando se quedo callado, ambos nos quedamos en silencio, en medio de la banqueta, con esa gente pululando en torno nuestro y así, en el enfrentamiento cálido de miradas, pude ver al Alejandro que conocía y me convertí de vuelta en esa Ingrid, en la de dieciocho años, insegura y eternamente acongojada.

Él suspiró, y una pequeña sonrisa melancólica se proyecto en su rostro, como si pudiéramos conectarnos y saber que pensábamos, como antaño.

—Dile que tengo su cuadro—comentó en voz baja, y desvió la mirada hacia el gran orbe que poco a poco comenzaba a iluminarse.

Ya me había comentado él, que Diego no le contestaba el teléfono más que a su madre biológica, y al mismo tiempo me había ahorrado la desdicha de decirle que yo no sabía nada de Diego desde ese día, pues por si mismo se había hecho una historia del porque Diego había decidido cortarse de él y aislarse de su familia. En su versión inventada, Diego y yo seguíamos juntos, atolondrados y felices.

—Síguelo guardando. Un día valdrá mucho—susurré, recordando las palabas que él había empleado como excusa para conservar el cuadro de su hermano.

Alejandro soltó una risita, casi como un resoplo.

—Para mí ya vale mucho.

Asentí, pero sin decirle que yo también tenía mi cuadro de él, el que era la contraparte de "días de sal", yo tenía "días de sol", y aun, tantos años después adornaba una habitación de mi casa, siempre proporcionándole la luz que yo no tenía.

Y entonces Alejandro bajó la mirada, como si le embargara el sentimiento de desesperanza, sus ojos se pusieron rojos, al igual que su nariz, su piel blanca no le dejaban disimular las lagrimas.

—Sólo dile que me hable. —Susurró en una fracción de voz, y como un pequeño se acercó a buscar mis brazos, —dile que ya entendí, ya sé lo que se siente.

Pero no pude romperle el corazón diciéndole que yo tampoco recibía de el ningún tipo de respuesta, Diego jamás me habló después de nuestra ruptura, él era tan firme en sus decisiones que no quiso ser mi amigo, o no lo sé, quizá no pudo o le molestaba demasiado, no lo sé, solo sé que jamás pude hablar con Diego de nuevo.

—Dile que me gustaría que conociera a la bebé, nacerá en febrero. Dile que lo piense.

—Ok—dije, y la palabra me salió desde el fondo de la garganta, con un sonido gutural, porque me pasaba de todo, menos estar bien, "bien" era una palabra que no creía poder emplear.

—Envíale mi admiración y mis afectos—dijo, y me abrazó como si pudiera trasmitir los abrazos, pero luego se apartó, avergonzado. Se pasó las manos por el abrigo negro que vestía, con nerviosismo y me miró. —Perdón.

—No pasa nada—comenté.

—Ven a la casa—cambió de tema, mientras se pasaba las manos por la cara —a mi mamá le dará gusto verte, y a Lore también. Nos encantaría que cenaras con nosotros.

Y yo me pregunté, (como siempre lo hacía, en medio de conversaciones normales) cómo habían llegado las cosas hasta el punto en el que estaban. Me pregunté cómo habían pasado los años restantes de clases en el Salazar cuando todos nos fuimos y solo quedaron Alex y Lorena del grupo de seis que éramos originalmente, ¿habían pasado demasiado tiempo juntos y por ello las cosas terminaron así? ¿O acaso siempre tuvieron cierta afinidad? yo jamás noté nada de aquello, y de no ser por Walter, quien seguía frecuentándolos, jamás lo creería, ni creería que la niña que había mencionado Alejandro se trataba de la hija de ambos. ¿Qué clase de criatura exótica sería? desvarié, ¿Una preciosa niña de piel oscura y ojos verdes? No lo sabía, pero tampoco tenía fuerzas para averiguarlo, además no quería tener estos sentimientos malos respecto de personas a las que había querido mucho y a las que aun, tanto tiempo después a pesar de todo, seguía queriendo con fuerzas.

—Hoy no puedo —me limité a contestar—pero dame la dirección, y nos ponemos de acuerdo esta semana o la otra.

Alejandro asintió con una sonrisa pesarosa y me proporcionó la ubicación.

Pero jamás lo hicimos, nunca tuve la fuerza para mezclar mi sinuoso pasado con mi cálido y reconfortante presente. Mis días en el Salazar habían sido tan hermosos que preferí dejarlos ahí, en el pasado en donde ya nada me dolía ni me perturbaba, en donde todo era tan firme y claro, en donde podía volver y navegar sin miedo a que nada cambiara. 

  

Sueños de tinta y papelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora