Capítulo 21: Los niños perdidos. (1/2)

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Hacía frío en la habitación, el viento helado se colaba por debajo de la puerta y por la diminuta rendija de la ventana, Diego estaba a mi lado, en la cama, y era lo único tibio en todo el lugar. Su brazo me rodeaba el cuerpo, mientras mi mejilla descansaba en su pecho que subía y bajaba en una respiración acompasada. Ambos habíamos dejado de llorar, sólo quedaban los sollozos esporádicos en el fondo de la garganta.

—¿Qué tan mal estabas? —pregunté, con la mirada enterrada en su costado.

Diego gruñó para aclararse la voz y se removió, inquieto, casi como si quisiera apartarme de su lado, pero no lo hizo.

—No vamos a hablar de eso—dijo, al tiempo que apartaba la mirada de mí y la llevaba a la pared de su lado, yo hice lo mismo hacia el lado contrario, a la pared de la cama de Kike, que se encontraba tapizada de hojas de papel con esos ojos dibujados en ellas, toda la habitación se encontraba bajo la vigilancia de ojos negros que me hacía sentir peor aún. Ya era de tarde, y el sol comenzaba a palidecer.

—Perdón —susurré, avergonzada—es que tengo miedo, no sé por qué, pensé que si te preguntaba tal vez ya no me sentiría así, no sé, es algo que no entiendo.

—Tú no me cuentas nada—contestó Diego, ahora más centrado, ya no era el tipo que encontré en medio de un mar de lágrimas con un cigarro entre los dedos en una habitación destrozada, ya no estaba extraño, susceptible, ni blando, ya no decía cosas sin meditarlas. Era otra vez él, pero sin serlo en realidad.

Volví a ocultar la mirada entre su pecho y guardé silencio un par de minutos.

—Tenía diez años cuando comprendí el significado de adulterio y el daño que puede hacer—comenté sólo por comenzar a decir cosas, cosas que nunca había dicho y que necesitaba sacar.

—No te estoy obligando a que me cuentes nada—contestó él de inmediato—no es un intercambio, cada quien con sus broncas existenciales, Ingrid. Fue sólo un comentario, yo no quiero contarte nada de eso, y si tú no me quieres contar nada está bien.

—No me hables así—gemí, porque lo había dicho con tanta brusquedad que me laceraba el corazón —Diego, por favor.

—Disculpa —dijo, y me besó con brusquedad la cabeza. —No quería hacerlo. Es sólo que no me gusta.

—A mí tampoco me gusta—dije, —pero a veces es bueno hablar, y quería decírtelo, por si tú querías decirme algo también, pero está bien. Tampoco me muero por escucharlo.

—Pues así está bien—contestó, me abrazó, y se acurrucó a mi lado como un cachorro lastimado. Ambos lo estábamos, éramos dos pequeñas bestias heridas. —, porque te quiero, y no quiero que salgas corriendo si te lo digo.

—¿Es muy malo? —inquirí, en voz baja. Ahora con una pizca de interés autentico.

—Un poco —contestó, negando—pero no quiero hablar.

Y luego no dijimos nada, nos quedamos callados entre la oscuridad y el frío que cada vez inundaba más la habitación. Nos abrazamos con más fuerza, como intentando reconstruir nuestras almas, pero era inútil, lo sabíamos, no podíamos resolver nuestros problemas buscando en otras personas. Como Diego había dicho, cada quien con sus líos existenciales. Había una sola persona que podía resolverlos, y esos éramos nosotros mismos, pero aun así ahí estábamos, buscando el calor del otro.

Diego se volvió hacía mí al cabo de los minutos, me apartó el cabello, y comenzó a besarme la frente, y luego los labios, de una manera en que él sabía que no me alejaría, de la forma en que sabía que me hacía sentir segura. Preguntando en cada paso, vacilando en cada movimiento. Y de pronto se alejó, luego de un suspiro de resignación, un suspiro de derrota. Recargó la frente en mi cuello, y ahí se quedó callado. Yo lo atraje hacia mi pecho, y ahí lo presioné con las manos enterradas entre su espeso cabello café.

Sueños de tinta y papelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora