Treinta y ocho años de malas decisiones

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Hay dos cosas que son imprescindibles para mí a la hora de corregir exámenes: un vaso de bourbon y varios bolígrafos rojos de repuesto para que los "cero-uno" se vean más bonitos en el papel blanco con letras negras impresas. No es que yo sea una zorra descorazonada, pero si de verdad vas a mover tu culo hasta mis exámenes, al menos ten la decencia de intentar que no sea una completa pérdida de tiempo para ti ni para mí. Si sabes que no te vas a comer una mierda, no te presentes; y si te presentas, joder, no llenes quince hojas a letra pequeña hablando de la influencia de Napoleón en el concepto de líder posmoderno y cómo eso influyó en tus traumas del preescolar.

«Yo soy tu profesora, no tu puta psicóloga». Me dan ganas de estamparme una camiseta con esa frase y llevármela todos los días que me toque hacer parciales a ver si hay algo de suerte.  

«Los actores políticos en el Medioevo... blablablá... La iglesia como grupo que detenta el poder...  blablablá... Predecesores a los Estados Confesionales...»

Chasqueo la lengua y niego con la cabeza. Cojo el bolígrafo rojo y le marco una equis que va desde el inicio hasta el fin de su escrito. En estos momentos en los que llevo más de tres horas leyendo a un montón de niñatos desesperados por salvar su culo de una mala calificación a costa de palabrería barata soy menos cínica y más católica. «Dios mío, dame paciencia que me falta solo uno», me repito mientras la siguiente víctima se abre paso en mi campo de visión.

Bueno, en realidad no está mal para ser el último examen. Es un escrito redactado con decencia y muy asertivo. Casi todo bien dicho, le hace falta algo de trabajo al discurso (tampoco puedo pedir que me escriban el próximo Pulitzer en solo una hora académica), pero tiene potencial y, por lo que veo, va a resultar la prueba con mayor puntaje de todo el salón. ¿De quién será? Ninguno se ve muy inteligente.

De todas formas, misterio no tarda en desvelarse.

Tengo la costumbre de pasar las notas a la nómina al terminar de corregir, siento que el riesgo de error disminuye así, manías mías. Leo el nombre en la primera página y no puedo evitar alzar las cejas. «Ah, Riley, la que se emborracha con dos cervezas». La verdad, me pincha un poco el orgullo. Vale, la nena es una lista, bien por ella, pero la pobre no sabe tomar y casi tiene la internacional socialista tatuada en la frente. Esos son los que más disfruto reprobar; qué lástima.

Por lo menos estoy libre de trabajo antes se que anochezca. Apenas son las ocho, tengo una hora de ventaja antes de que Diego llegue, así que me voy a poner guapa. No tanto para él sino para mí. Si le gusté el día que nos conocimos, cuando terminó sosteniéndome el cabello mientras vomitaba hasta el alma en el baño de atrás de la casa de mi padre, le voy a gustar de cualquier forma.

En especial ahora que estoy en mi mejor momento. Me veo al espejo y me encanto. Dicen que el blanco no te queda bien cuando pasas de los treinta, pero lo cierto es que a mí me sienta fabuloso. Qué buenas tetas tengo, modestia aparte. Además, también cocino y compro buen vino. No se me puede pedir más nada.  

Diego al fin toca la puerta a las nueve y media, tarde como siempre. Lo hago pasar y lo invito a que se siente. Está sorprendido y no es para menos, hasta encendí unas velas de olor en el centro de la mesa y puse algunas flores artificiales alrededor de los platos de comida.

―Vaya, ¿y toda esta demostración de feminidad opresiva a qué se debe?

Ruedo los ojos y me dejo caer en la silla que está frente a él. Capaz tiene razón y mi subconsciente se ha esforzado en hacer este momento lo más trillado posible.

―Quiero que hablemos ―le digo.

―Eso estamos haciendo.

Lo malo de Diego es que nunca se toma las cosas en serio. Lo bueno es que yo tampoco lo hago. Excepto hoy. Esto me ha sentado de culo y, para ser sincera, espero que a él le pase lo mismo, así que decido soltarlo sin más. 

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⏰ Última actualización: Aug 10, 2018 ⏰

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Para mi alumna, la más guapaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora