4. La Luz

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Pasaron diez largos segundos antes de que Avryen notara que se le echaban encima y tuvo a Eira entre los brazos. Avryen se quedó sin respiración, pálido y quieto como una lápida. La sentía pegada a él, y aquello era como un sueño.

Se había quedado petrificado al ver a aquella chica, casi una mujer, con la mancha dorada en el pecho.

Eira estaba muerta; hacía más de nueve años que la había buscado con ímpetu entre los ruinosos callejones de Ail-Sinven y la había dado por muerta tras el ataque. Pero estaba allí, abrazándose a él después de todo aquel tiempo.

Eira se despegó de él y buscó sus ojos. Casi se desplomó en el lecho del arroyo al volver a ver, tras tantos años, aquellos ojos grises y aquella mirada que le perforaba el alma, llenándola de coraje.

No le salieron las palabras. Avryen seguía sin decir nada, inexpresivo y tan confundido que ni siquiera era capaz de moverse. No era capaz de despegar la mirada de la mancha en el pecho de ella, y de sus ojos color miel, recordando ahora cada facción de su rostro y siendo consciente de cada detalles físico que el tiempo había cambiado en ella.

Eira le rodeó el cuello con los brazos otra vez y pegó su rostro al hombro del joven.

—Avryen... —murmuró. Los ojos lloraron lágrimas de nuevo— yo...

Avryen logró separarse unos centímetros de ella y la observó bien, como si no se creyera que estuviera allí de verdad. Había cambiado muchísimo desde la última vez que se vieran en Ail-Sinven, durante la invasión, pero seguía siendo Eira, aquella niña pequeña que le había regañado como si fuera su hermana. Seguía teniendo la mancha en el pecho.

Avryen no encontró las palabras y la estrechó de nuevo contra ella. No lloró, pero su voz se quebró de la emoción.

—Te di por muerta —murmuró mientras le apretaba con fuerza y le daba un beso sobre la oreja.

Eira lloraba.

—Hay que irse de aquí —dijo Avryen entonces, separándose de ella—. No es seguro. Vamos.

La cogió de la mano y tiró de ella con suavidad, siguiendo el camino de vuelta. Eira ni siquiera pensaba ya en el joven con el que había hablado unos segundos antes.

—¿Has venido con esos hombres? —fue lo único que logró preguntar Eira tras la conmoción de encontrarse con Avryen. Tenía mil preguntas en la cabeza. Cómo había salido de Ail-Sinven, cómo había llegado allí, dónde había estado todos aquellos años. Pero dudaba que fuera el momento de preguntar todo eso. Estaba a punto de e-charse a llorar.

—Sí. ¿Vives en este pueblo?

—Sí.

Llegaron al campamento de los mercenarios. Ya al menos la mitad de la aldea estaba allí, tratando de echar una mano a los pocos supervivientes. El de la pierna amputada acababa de perder el conocimiento, y el que hasta hacía un rato había estado tosiendo sangre yacía muerto ahora.

Uno de los dos mercenarios que quedaban ilesos se levantó hecho una furia cuando vio a Avryen salir del bosque sin ninguno de sus compañeros. Se enfadó aún más cuando vio que llevaba a la chica consigo en vez de a uno de los suyos.

Se dirigió hacia él con los puños apretados y la mandíbula fruncida. Algunos se volvieron a mirar y Eira retrocedió intimidada, pero Avryen siguió caminando decidido hacia delante.

—¡Perro capullo, ¿y mis com...?!

Antes de que terminara la frase, Avryen levantó el puño derecho y lo estrelló contra la mandíbula del mercenario. El golpe fue tan fuerte que el hombre escupió sangre y un par de dientes, y cayó al suelo de espaldas, aturdido. Antes de que se levantara el lobo corrió hacia él y se colocó sobre su pecho, cortándole la respiración, y le gruñó enseñándole los dientes.

Festín de AlmasWhere stories live. Discover now