Las uvas

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Había una vez un viejecillo muy sabio que vivía en una colina en un pueblo olvidado. De otros pueblos venían a pedirle consejos y la clave para llegar a viejo tan sano. El viejo predicaba con el ejemplo y por eso se había ganado el respeto de todos los que lo conocían. Era capaz de sacarse el pan de la boca o quitarse un pulmón si se lo hubieran pedido en estos tiempos de trasplantes al por mayor. Vivía austeramente, vestía sin lujo, no sucumbía a los placeres de la carne o a los vicios tan comunes entre los campesinos analfabetos.

Un día recibió la visita de un peregrino cansado que llego allí por casualidad extraviado de su rumbo. Venía de muy lejos y no conocía la fama del viejo. Y menos en esas condiciones extremas de hambre y cansancio. Vio su casita iluminada en medio de la cerrazón nocturna y golpeó la puerta sin saber quién vivía allí. El viejo inmediatamente asistió al viajero. Le brindó comida, le ofreció aseo y un catre para pasar la noche. Cuando el visitante se repuso del agotamiento se entregó al diálogo animado con su anfitrión y le agradeció emocionado el gesto noble de haberlo recibido. El viejo minimizó su acción fiel a sus principios y siguió charlando hasta que la conversación desembocó en placeres y antojos. El viajero dijo que venía de un lugar casi desértico y que por ese motivo salió a buscar otro poblado para establecerse. Como cuando era chico que vivía en un lugar lleno de vegetación y flores y frutas y ríos y lagos. Y se acordó con nostalgia de su infancia feliz. Repasó sus andanzas con otros chicos trepando árboles, pescando y su narración se detuvo debajo de una parra. Narró con delicia los malabares que hacían para robar uvas frescas, jugosas y comerlas hasta la saciedad en una travesura típica de la edad. Los ojos del viajero brillaron por el recuerdo querido y porque hacía muchos años que no probaba algo tan sabroso como aquellas uvas. ¡Qué feliz sería si pudiera volver a ese tiempo a través del gusto de uvas como esas! – dijo el viajero sabiendo que era imposible aquel deseo. El viejo permaneció en silencio y anunció que se retiraba a dormir. Indicó al viajero su lugar para pasar la noche y se retiró a su habitación. El huésped tardó un segundo en acomodarse y caer rendido en un sueño profundo.

El viejo terminó sus rituales de siempre antes de dormir y sigilosamente abrió un armario de su cuarto y sacó un cajón con uvas verdes y frescas. Comió, las disfrutó, sació su placer personal y al ver el cajón vacío pensó que faltaría un mes para que le trajeran otra ración de uvas. Se limpió la boca y paladeando el resto de sabor dulce se acostó satisfecho.

Una persona puede ser solidaria y de buen corazón. Puede despojarse de todo incluso hasta de su vida pero la virtud habrá que buscarla en la resignación de sus intereses. Cualquiera es generoso con lo que no le interesa. El viejo no tenía ambiciones como el resto de la gente. Le bastaba con su catre, su ración de comida y sus humildes vestiduras pero cuando alguien amenazó indirectamente con quitarle algunas uvas de su placer personal, afloró la esencia humana: el egoísmo. El mismo egoísmo que los demás tienen por muchas cosas más que un par de uvas. El viejo no era un sabio como todos pensaban. Simplemente no tenía interés por nada y por eso nada le importaba.

Vaivenes de un esqueletoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora