Como en el final feliz de una película mala, aceleré el paso con la ansiedad de toda una vida en la garganta. Creo que no escuché más que mi respiración agitada por el desnivel del terreno. El aquelarre de franceses y europeos varios quedó atrás. Ese enjambre de cámaras fotográficas y sombreros de la Isla de Gilligan no arruinó mi esperado instante de gloria. Con el suspenso de un inminente salto al vacío frené al borde del barranco y ahí estaba: majestuoso e imperturbable, con la seguridad de sentirse eterno. Sí, ese momento cambió mi vida
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