Alimentar a la Bestia

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Cuando Arlen llegó a casa, su madre estaba llorando. La mujer se giró hacia él al oírlo entrar y corrió a abrazarlo, aumentando la intensidad del llanto. Su padre, con los ojos húmedos, sujetaba una hoja de pergamino arrugada en la mano.

_Arlen, pequeño, lo siento mucho _dijo con voz temblorosa al tiempo que le entregaba el pergamino. El niño, separándose de su madre, lo cogió temiendo lo que estaba a punto de encontrarse.

Lo habían elegido. Tenía que alimentar a la Bestia.

La ciudad estaba rodeada por una muralla de cincuenta metros de altura, pero aquello no podía hacer nada para protegerlos de la Bestia. La única forma de mantenerla tranquila era ofrecerle un sacrificio como alimento. Una vez al mes, las noches de luna llena, uno de los niños de la aldea, hasta los 14 años, tenía que ser ofrecido. El desafortunado era elegido en un sorteo aleatorio que tenía al alcalde como mano blanca.

Arlen tenía trece, a punto de cumplir los catorce en a penas tres meses. Y ahora, justo cuando pensaba que se había librado, su vida daba un giro de ciento ochenta grados. 

__ Míralo por el lado bueno __trataba de animarlo Cintia, una de sus amigas en la escuela__. Todavía te queda mes y medio por delante para disfrutar. La ciudad entera te va a tener sobre un pedestal a partir de ahora.

Aquello era un consuelo muy pobre para Arlen. Los muchachos que servían como sacrificio no tenían que ir a la escuela ni hacer ningún tipo de trabajo durante el tiempo que les quedaba de vida. Sus familias recibían una cuantiosa recompensa y no tenían que pagar por servicio alguno. Aitor, un joven de doce años que había sido seleccionado antes que Arlen, se había mostrado muy ufano desde que había recibido la noticia. Caminaba por las calles sacando pecho y no dudaba en contarle a todo aquel que se acercara a él lo orgulloso que se sentía de poder contribuir al porvenir de la ciudad. Pero aquello había sido antes de la Emancipación, una festividad que se celebraba a mitad del ciclo lunar en honor a aquellos que se habrían de sacrificar. A medida que se acercaba el día señalado, Aitor había ido perdiendo su aire fanfarrón. Ahora avanzaba arrastrando los pies, con los hombros hundidos, como si cargase un gran peso sobre su espalda. Había perdido peso y ya no hablaba con nadie. Arlen no quería acabar como él. Sabía que la espera podía ser peor que el propio final.

__No quiero hacerlo, Cin __confesó Arlen en voz baja__. Estoy muy asustado.

Cintia le apretó el brazo con cariño.

__No pasa nada Arlen, es normal. Acaban de darte la noticia hace poco. No tardarás en hacerte a la idea.

Arlen podía ver compasión en los ojos de su amiga, pero no eran palabras de consuelo lo que quería. Desde ese momento, en su mente comenzó a forjarse una única idea: escapar.

Los días pasaban más rápido de lo que Arlen habría deseado. A pesar de toda la veneración y comodidades que le proporcionaban, el muchacho no podía quitarse de la cabeza el terrible pensamiento de ser devorado. Tras el disgusto inicial, sus padres habían pasado a mostrar una actitud positiva, casi eufórica. Hablaban sin cesar sobre los nuevos lujos de los que disponían, pero ya no miraban a Arlen al hablar ni hacían referencia al día en que su hijo tendría que dejarlos para entregarse a la Bestia. La cabeza de Arlen bullía constantemente buscando una forma de escapar a su destino, pero sin encontrarla. La muralla rodeaba toda la ciudad. Sus puertas estaban cerradas durante todo el día y los vigilantes apostados cada pocos metros hacía imposible que pudiera escalarla sin ser visto. Solamente abrían paso durante el plenilunio, el día en que el sacrificio elegido tendría que abandonar la aldea. Aquella era su única oportunidad.

La noche elegida para el sacrificio, Arlen se confundía entre la multitud que inundaba la calle central. Por primera vez desde su elección gozaba de cierta invisibilidad. En aquel momento era otro el protagonista. Era el turno de Aitor para ser entregado a la bestia.

Alimentar a la BestiaWhere stories live. Discover now