9 El llanto del hombre niño.

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Orgullo y mérito
Estaba agotado. La caminata desde el karaoke bar me había robado hasta la última gota de energía física, y el tormento de saberme rechazado por la que siempre consideré mi hermana, me despojó también de la escasa energía moral que me quedaba. Fui a la recámara y así,
vestido, como estaba, con la ropa mojada, me introduje entre las sábanas. Perdí conciencia de la
realidad. Ni siquiera tuve pesadillas. Cuando la luz del sol me dio en la cara, advertí que eran las dos de la tarde. Me puse en pie, amodorrado. Caminé al baño y luego a la habitación de Saira, anhelante de encontrarla. El cuarto de mi hermana estaba intacto. La colcha estirada. No había
llegado.
Volví a la cama y me tiré de bruces. Estuve revolcándome en las cobijas, rumiando con
amargura la forma en que todos alrededor guardaron el secreto de mi adopción. ¿Cuántas
personas se habrían burlado a murmullos de mi candidez? ¿Tíos, primos amigos de la familia?
¿Quiénes conocerían la verdad de mi procedencia? ¿Por qué tuve que enterarme de ella gracias a la intoxicación y a la cólera de una persona a quien yo quería tanto?
Como no conciliaba el sueño, pensé en tomar la benzodiacepina que mi padre guardaba tras el espejo de su baño, pero tuve pereza incluso de pararme a buscarla. Acurrucado en esa cama me dejé embargar por la tristeza extrema.
Escuché ruidos. Alguien llegó a la casa. ¿Saira? Los pasos eran lentos y se arrastraban sobre
el parquet de la sala. Miré el reloj. Cuatro de la tarde. La casa era muy chica y los muros
huecos dejaban oír todo lo que sucedía en ella. Era el abuelo. Se paseó por la cocina, luego
encendió la cafetera y se sentó a esperar hasta que el agua hirvió. Se sirvió una taza de café y lo tomó despacio. Giré el cuerpo. Mi cama emitió su habitual rechinido. Permanecí inmóvil, fingí
que dormía. El abuelo entró a mi cuarto sin tocar. No respetó mi supuesto descanso. Me movió.
—Uziel. Quiero hablar contigo.
—¿Qué pasa?
—Ven. Se trata de tu hermana.
Salió del cuarto. Una andanada de emociones intensas me hizo saltar. Fui tras él. Se había
vuelto a sentar en la silla de la cocina ciñendo con ambas manos su taza de café. Me senté
frente a él.
—Los amigos de Saira tuvieron un accidente.
—¡Lo sabía!
—Pero ese no es el problema.
—¿Saira está grave?
—No lo sé… Nadie la encuentra.
—¿Cómo?
—Anoche tú y tu hermana hicieron demasiadas locuras. Al menos tú llegaste a dormir.Ella no. Así que esta mañana volví a investigar. Fue difícil. El antro estaba cerrado. Un vecino me dio pistas. Por la colonia había rumores de que el hijo del dueño del bar se había matado en la
carretera. Fui a la estación de policía. Ahí me notificaron. En efecto hubo un terrible accidente.
Según las autoridades, el Kia verde chocó; en él iban sólo cinco personas, tres murieron, incluyendo a Paul, el chofer. Las otras dos, se encuentran graves, pero Saira no estaba con
ellos. Tu hermana ha desaparecido.
—¿Cómo? A ver. ¿Dices que iban cinco? Pero nosotros contamos seis. Cuatro atrás y dos
adelante. ¿Te acuerdas?
—Este es el parte policiaco. Me dieron una copia.
Lo tomé sin leerlo.
—¿Qué dice?
—Que Saira no iba en ese auto…
—¿Se bajó antes del accidente?
—Nadie sabe.
—¿Cómo chocaron?
—De frente contra un autobús en la carretera libre a Valle Alto.
—¿Mi padre está enterado?
—Por supuesto. Hace todo lo posible por localizar a Saira. Me pidió que volviera a la casa a
avisarte.
—¿Qué hacemos? —me paré catapultado por una descarga de energía repentina—. ¿A dónde
vamos?
—Hay mucha gente movilizándose allá afuera. Esperemos aquí.
—Mmh.
—¿Estás enfermo, Uziel?
—No.
—¿Por qué seguías acostado a las cuatro de la tarde?
—No sé. Flojera, tal vez.
—¿Te gustaría que habláramos de eso?
—¿De qué?
—De tu adopción.
—Saira ya me dijo todo lo que necesitaba saber. Soy un don nadie, tengo genética de perdedor. Estoy destinado a fracasar. Mi madre quiso matarme. Fui rescatado de la basura por
pura caridad.
—No. Quita todo eso de tu cabeza. Tus verdaderos padres son quienes te han criado y
protegido toda la vida. ¡Y lo han hecho muy bien!
—¿Muy bien? Depende de qué parámetros uses para calificarlos. Te voy a dar los míos. Mi
papá siempre me despreció. Hasta la fecha no he conseguido agradarle. Cuando iba en la primaria a veces hacía la tarea conmigo, pero me gritaba mucho y me golpeaba en la cabeza. Yo no podía ni pensar estando frente a él. Por cada operación matemática que hacía mal, me ponía
diez más como castigo. Siempre vociferando. Cuando me veía temblar gritaba «sea
hombrecito». Sus gritos eran aterradores para mí. Se me olvidaban hasta las tablas de
multiplicar. Él entonces se reía. Su esposa a la que yo llamaba mamá, nunca me defendió. Creo que incluso gozaba al verme humillado. Ella sólo cuidaba de Saira, la niña prodigio, artista. A mamá le dio cáncer y tuvo fuertes dolores. Yo tenía diez años; si hacía ruido, jugando, papá
llegaba, furioso y me daba cintarazos porque mamá estaba enferma y a mí no me importaba,
según él. Cuando ella murió, no lloré lo suficiente, al menos eso dijo mi papá, así que al llegar del sepelio me dio una paliza para que, ahora sí, llorara como era debido. Meses después, llegaste a vivir con nosotros, abuelo, y las cosas se calmaron, pero yo crecí con miedo. Soy inseguro. Por
eso ni siquiera sé lo que debo estudiar. Pienso dejar la escuela para entrar a trabajar. Ya te lo dije ayer, pero ahora estoy
más convencido. Por lo menos así tendré dinero y ya no viviré a expensas de nadie.
Terminé mi explicación a duras penas, con enunciados intermitentes, haciendo esfuerzos por
no quebrarme.
—No sabía nada de esto —señaló el abuelo con tristeza en los ojos—, pero debes superarlo,
Uziel. Ya eres un hombre. Al oír esa palabra un estremecimiento me hizo encogerme. Yo parecía un hombre, pero en realidad era un niño. Mejor decir, un hombre niño. Dentro de mí había un pequeño que no quiso madurar y un adulto que necesitaba sanar su corazón. Lo que anhelaba no eran más regaños, sino simplemente un abrazo y una mirada sincera de alguien que pudiera decirme «te quiero de
verdad». Comencé a llorar.
—¿Qué tienes? Tranquilízate.
Me tapé la cara con ambas manos y sollocé doblando las piernas y encorvando mi espalda en posición fetal. El abuelo no se acercó. Me dejó desahogarme. Después de un rato comentó:
—Me preocupas…Uziel. Dijiste «soy inseguro, un don nadie, tengo genética de perdedor,
estoy destinado a fracasar, mi madre quiso matarme». Lo que estás pensando y diciendo son
semillas de ruina. Te preparan para la desgracia. Debes desecharlas antes de que germinen.
—¿Cómo? Uno es lo que es.
—No. Uno es lo que piensa que es. Si hay algo en tus antecesores que te daña renuncia a ello.
Enorgullécete de ti.
—¡Aquí el único orgulloso de sí mismo eres tú, abuelo!
Era cierto. En el fondo, mi hermana se avergonzaba de haber querido ser artista sin lograrlo jamás, mi padre se avergonzaba de haber sido militar, desertor por cierto, para entrar después a la policía y darse cuenta de que el gremio tenía pésima reputación… Todos, menos el abuelo,
nos sentíamos indignos, sin mérito.
Mi último comentario lo llevó a hablarme de la importancia de sentirme orgulloso. Quizá usó esa excusa para salirse por la tangente al verme sollozando sin control. Entre lágrimas lo escuché, pero no le entendí. Hizo mucho énfasis en lo feliz que estaba de ser odontólogo a pesar
de que la profesión no era la más prestigiosa dentro de la escala médica. Sacó a colación sus diplomas y logros. En el fondo le agradecí que dejara enfriar mis emociones hirvientes. Muchos años después, tomando frases desconectadas que sobrevivieron en mis recuerdos, pude hilvanar parte de lo que debió decirme. La otra parte, la he deducido y la enseño a mis alumnos de Planeación profesional.
Nos convertimos en parte de la carrera que estudiamos y esa profesión se vuelve nuestro escudo y símbolo. Cuando Luis Pérez se titula como ingeniero, deja de ser Luis y se vuelve el Ingeniero Pérez; así es nombrado por todos; así dice su tarjeta de presentación. No podemos ni debemos avergonzarnos de nuestro nombre y apellido. Tampoco de nuestra especialidad. Por eso es bueno elegir una de la cual podamos sentirnos orgullosos. Pero es prudente tener
cuidado: las falsas apariencias en este aspecto son trampa mortal para quienes quieren elegir.
Hay estereotipos populares que se vuelven verdaderos espejismos. Muchos jóvenes estudian
una carrera sólo porque tiene fama de prosperidad y prestigio, para terminar decepcionados de
ella… No todo lo que brilla es oro, ni todo lo socialmente aceptado nos conviene. Insistir en amoldarnos a opiniones extrínsecas puede convertirnos en profesionistas mediocres, hundidos
en lo que tanto intentábamos evitar: el fracaso… Por ejemplo, los arquetipos dicen que la medicina, la ingeniería o el derecho tienen buena fama. Se piensa en un doctor como en alguien con un estatus elevado, mientras que un sociólogo posee una reputación muy inferior en la escala profesional. Las carreras científicas y técnicas gozan de más prestigio que las
humanísticas, y eso es un elemento contra el que precisa luchar un joven «humanístico». El
fenómeno ocurre también en sentido opuesto. Alguien puede ser apto para estudiar leyes, pero
si siente desagrado por esa carrera debido a que cree que los abogados tienen mala fama, tal vez pierda la oportunidad de realizarse en algo que encaja a la perfección con él, pero que
rechaza a causa de ideas superficiales y ajenas a la carrera misma.
Lo importante es comprender que «orgullo y mérito» no dependen de lo que otros piensen, sino de lo que nosotros declaramos. ¡No nos sentimos orgullosos de nuestro aspecto físico o de nuestro apellido porque la gente diga que son excelentes, sino porque nosotros los hacemos
excelentes!
Con triste frecuencia un estudiante que escoge la carrera de filosofía, por ejemplo, aprende
(se lo dicen), que si desea seguir adelante debe resignarse a trabajar de otra cosa, porque su carrera no le dará para vivir. Eso lo hace sentir, hasta cierto punto avergonzado de su decisión. Pero es un grave error. En primer lugar, si el joven tiene las aptitudes necesarias para ser
filósofo, posee mayores oportunidades de destacar en esa profesión que en cualquier otra. En
segundo lugar, el campo de trabajo es muy amplio para aquellos que se preparan bien. Un excelente filósofo tiene la posibilidad de convertirse en un gran maestro o investigador, también puede ser analista de filosofía política o social en los medios de comunicación e incluso escritor. Cada profesión tiene una gran variedad de campos de trabajo. Cuando nos sentimos orgullosos de lo que somos, podemos aplicar mejor nuestra creatividad, respaldarla con conocimientos, y
hasta ser pioneros abriendo nuevos campos de trabajo para nuestra área.
Cuando mi abuelo terminó su soliloquio descontextualizado, yo ya me había repuesto un poco.
Estaba más sereno. Trataba de escucharlo.
Alguien abrió la puerta de la casa.
—¿Papá? ¿Encontraste a Saira?
Se veía agotado.
—No —pero un cierto vaho de esperanza ahumaba su mirada—, sin embargo me acaban de
avisar que una de sus compañeras recuperó la conciencia. ¡Quizá nos dejen hablar con ella!
Vine por ti, suegro. Para que me acompañes a entrevistarla; dos cabezas piensan más que una.
—No —dijo mi abuelo con aire misterioso—. Yo pienso ir a otro lugar. Ve con tu hijo a
entrevistar a esa chica. Uziel vio de cerca a todos los jóvenes de ese auto y podrá opinar mejor
que yo.
—Pero tú eres adulto. ¡Tienes más criterio que Uziel! La cosa es muy seria. —¡Que te acompañe él! Papá resopló. No le quedó más remedio. Salimos y nos dirigimos al hospital.

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