Era extraño estar aquí sin Leiden; este había sido nuestro santuario por algún tiempo, nos habíamos adaptado a él y lo habíamos hecho parte nuestra, cada rincón tenía un recuerdo, y ahora tan solo parecía el salón de los lamentos. Poco quedaba de la felicidad que habíamos compartido, de los momentos buenos, de las riñas tontas y las competencias de videojuegos.

Estaba agotado, hacía dos noches que no dormía bien y más de una semana que no me alimentaba, el cansancio comenzaba a pasarme factura y podía sentir mis energías marchitándose de a poco.

Por la mañana habíamos salido en búsqueda de nuevas pistas; visitamos varios sitios alejados de la ciudad pero no hallamos nada, y eso me enloquecía. Carim llevaba mucho tiempo allí afuera y nosotros aún seguíamos aquí. Estaba seguro de que era por mi culpa, ni Zander ni Vívika permitirían que me marchara en mi estado calamitoso. Una amarga risa escapó de mis labios, qué ridículo. Y pensar que en un tiempo nos temían, nos llamaban los ángeles de la muerte... Si Leiden me viera, se reiría en mi cara por un buen rato y me diría: "¿Dónde quedó aquel macho que se pavoneaba diciendo que era uno de los más fuertes y vigorosos? ¿Dónde ha quedado el guerrero?"

Yo no lo sabía, pero en momentos como estos era cuando deseaba tener una vida efímera como los humanos y saber que el sufrimiento tendría fin en unos años, en algún momento, y no la tortura de una eternidad sin saber qué sería de mí. Sacudí la cabeza rogando por un poco de paz, tan solo un poco. Deseaba con todas las ganas poder evadirme de este mundo, inyectarme una dosis más fuerte. No recordaba cuándo había sido la última vez que me había drogado pero estaba seguro de que solo habían pasado unas horas.

Tomé la lata de cerveza que estaba frente a mí, no podría excusarme hasta dentro de unas horas por lo que la inconsciencia debería esperar. Le di un largo trago al líquido amarillento aunque sabía que no era lo mismo que las drogas. Nunca llegaría a emborracharme como los humanos, podía beber y beber durante toda la noche y nada ocurriría. Esa era otra de las cosas que odiaba no poder hacer.

Acabé la cerveza y me froté los ojos con fuerza, tenía la visión borrosa, solo eso, diez cervezas una detrás de otra y tan me sentía un poco mareado; si fuera humano estaría totalmente borracho pero era un ser sobrenatural, un íncubo, lo que hacía que el alcohol no me afectara. ¡Diosa! Deseaba ahogarme en la inconsciencia del sueño y seguir soñando con ella, eso era lo único que me había salvado hasta ahora de la locura, aunque en mi interior me sentía como si hubiera estado muerto desde hacía meses. Pero había aprendido que la inconsciencia solo podía lograrlo de un modo, uno que no estaba dispuesto a revelar frente a nadie, no frente a mi centinela y su compañera, aunque sospechaba que Furcht ya lo sabía.

Todo este tiempo no habíamos hecho más que buscarlos: esa se había vuelto nuestra nueva maldita ocupación. No había momento del día en que mi hermano y yo nos detuviéramos a pensar en algo más que no fuera encontrarlos. Nuestra ex sala de armas se había convertido en la habitación de un par de obsesivos; mirara donde mirara había recortes de periódicos, notas, fotos y cada una de las pistas que habíamos podido recabar hasta el momento. Suspiré asqueado ante la impotencia de no saber qué esperar, aferrándome a la esperanza de hallarlos con vida.

Levanté la vista y miré a Vívika, ella estaba sentada frente a mí observándome, como lo hacía desde hacía meses, cuando me arrancaron una parte de mi alma. Sus ojos claros me estudiaban, su boca de labios finos formaba una línea mientras me observaba sin siquiera hacer el menor de los ruidos, y unas pequeñas arrugas se formaban en su entrecejo.

—¿Puede doler el alma? —Pregunté.

Estaba seguro de que podía doler, porque ese era el sentimiento del que vivía preso desde ese día. Me habían robado el alma.

Oculto en hieloWaar verhalen tot leven komen. Ontdek het nu