Capítulo 13

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EMMA

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EMMA

En dos semanas nos iremos y no quiero marcharme. Es difícil no acostumbrarse a la comodidad de las comidas del hotel, a la hermosa vista y a la tranquilidad que se siente aquí, donde los días parecen transcurrir más lentos que en donde vivo yo. Será duro despedirse de todo lo que este último tiempo se volvió cotidiano poco a poco, como los paseos por los distintos lugares turísticos o las noches repletas de estrellas que en las ciudades no se pueden observar.

Y, a decir verdad, tampoco quiero despedirme de Emmanuel, por más raro que parezca admitirlo. A veces suele ser molesto, demasiado entrometido; en otros momentos suele estar distante, como si esperara a alguien. Algunos días pareciera que el suelo se lo traga, aunque, la gran mayoría, los pasa conmigo.

Mis amigas me piden fotos, pero a él no le gustan, a veces pienso que es fugitivo o algo así: un adolescente tan solo en un pequeño pueblito, un chico que jamás me habla de cómo es su vida; alguien que les escapa a las redes y a veces parece quedarse mirando un punto fijo. Yo opino que, si se creara un Instagram, podría convertirse en uno de esos chicos populares que viven sacándose fotos. Pero, ciertamente, me agrada que no se lo haya hecho: eso hubiera subido su ego hasta la luna.

Y no necesitamos eso, la verdad. Ya está lo suficientemente alto como para sobrepasar el Obelisco de Buenos Aires. No digo que no me ría con sus bromas porque, de hacerlo, estaría mintiendo. Una vez que lo conoces, te acostumbras a sus comentarios, incluso los extrañas cuando no los escuchas. Después de todo, Emmanuel no es tan malo como pensé que era en un principio. A veces me sigue molestando con mi nombre o llamándome por aquel apodo raro, pero ya no se comporta mal conmigo. Es incluso dulce y atento, y a veces roza lo infantil.

—¡Eh, Emma! ¡Honey, préstame atención! —exclama él desde varios metros lejos de mí. Sus ojos azules relucen bajo la luz del sol dorado del ocaso y su cabello se encuentra alborotado a causa del movimiento veloz con el que viaja. Tiene plasmada en su rostro la felicidad de un niño al que le regalan su dulce preferido: su sonrisa es ancha e ilumina todo su rostro, que se ve fresco como nunca. Tal vez sea hasta la mejor versión de él mismo. —Mira, ¡lo estoy consiguiendo!

Se tambalea un poco mientras trata de pedalear su bicicleta. Tiene algunos raspones en sus piernas y su ropa se encuentra algo llena de tierra por las veces que se cayó intentando andar. Desde que Emmanuel me contó que jamás había tocado una bici, le insistí para que se subiera y aprendiera.

—¡Cuidado, te estás yendo para...! Mierda. —Corro hacia él y, al llegar, no puedo evitar reírme de su caída número treinta y dos. Extiendo una mano para ayudarlo a levantarse, pero él resopla, terco, y se pone de pie solo.

—Eres cruel, Emily —se queja—. Esta cosa es de demonios. No está hecha para mí.

—No pensé que te rindieras tan rápido —replico, cruzándome de brazos y negando con la cabeza, como si estuviera desilusionada de él. Lo cierto es que no, yo me caí muchísimo más las primeras veces que lo intenté. Además, esto está siendo demasiado divertido para mí.

Ojos de cristal [LIBRO 3]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora