HIPERNOVA

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PROXIMIDADES DE ETA CARINAE, AÑO 2558

La peregrina avanzaba despacio, sin más ofrenda que el cuerpo congelado de su esposo.

El inmenso espacio no estaba vacío: nubes rojas, cuajadas de estrellas que estaban naciendo, se agrupaban en formaciones granas dentro de la nebulosa. Sus contornos, imprecisos y amenazadores, parecían no poder evitar alejarse, desgarrados por la tormenta que asolaba a la estrella binaria Eta Carinae.

Las dos esferas de fuego azul que monopolizaban el cielo, una más luminosa y grande que su compañera, brillaban millones de veces más que el Sol; giraban en la danza mortífera, y apenas perceptible, que impedía que sus inmensos cuerpos, a menos de diez minutos luz de distancia, se fundieran en uno solo. Cada Wolf-Rayet emitía parte de su masa en forma de fuertes vientos solares que chocaban, interactuaban furiosos, convirtiendo el cielo diurno en uno de los espectáculos más sobrecogedores y aterradores de la galaxia. No era de extrañar que alguien se hubiera tomado las molestias de llevar un pedazo de roca a su órbita y tallar allí algo. Un tributo, un observatorio. Para los humanos que lo encontraron, lo que ese alguien creó fue un templo.

El Templo era un asteroide artificial. Una enorme estructura rocosa que orbitaba a seis años luz de Eta Carinae. En la sombra que creaba, una nave se protegía de los fuertes vientos estelares. Su silueta alargada se perdía entre tinieblas, absorbida la poca claridad que emitía por los gases y partículas que azotaban el área. Era la única estructura construida por el hombre en la agrupación de materia cósmica de cientos de años luz que la rodeaba. De ella había salido la peregrina.

Bajo los soles, en el asteroide artificial, extrañas formaciones de diamante, estrechas y rectilíneas, refulgían en color azul zafiro sobre una inmensa plataforma oscura, llamando a la mujer que andaba entre ellas en una muda invitación ardiente. Pese a la distancia, pese a los gases y partículas que enturbiaban la vista de las dos gigantes Wolf-Rayet, el Templo no era un lugar frío. Y entre las delgadas columnas estaban las tumbas: cientos de bloques negros macizos de todos los tamaños, tan oscuros que parecían retar a la vista, terroríficos, alienígenas. Unos pocos estaban cerrados; la mayoría, vacíos. Hacia estos se dirigía la figura femenina con lentitud. La fina y transparente membrana de su traje espacial hacía que pareciera que caminaba vestida tan solo con un vestido blanco de luto, una minúscula e indefensa ofrenda a dioses implacables, portando entre sus brazos la ligera y preciosa carga de su amado.

Se acercó con pasos reverentes a uno de los sarcófagos de tamaño humano, haciendo que el polvo estelar depositado en la tenue gravedad se elevara, iridiscente. Su traje, que soportaba las radiaciones y los impactos de las partículas, permitía a la mujer avanzar serena sin que nada empañara su vista. El sepulcro, un rectángulo elevado y oscuro, la asustaba y llenaba de esperanza al mismo tiempo, y al igual que el vacío del espacio tras el Templo, parecía absorber sediento toda traza de luz. Las pequeñas exhalaciones de aire que soltaba su traje, las cuales se dispersaban, cónicas, a su espalda, era lo único que conseguía dar un toque humano a la irreal solemnidad del paisaje.

Dejó a su marido en la abisal oscuridad de la tumba, envuelto en una unidad criogénica portátil que no duraría muchas horas y que aparentaba no ser más que una manta blanca. Antes de que las tinieblas lo engulleran, ella pudo ver cómo una sustancia reptaba sobre él, pegándose a su piel, cerrando el sarcófago en lo que parecía una máscara de cera negra.

La mujer lloró durante interminables minutos, hasta que su traje, incapaz de seguir procesando el llanto, cegó sus lagrimales. Y continuó esperando, minúscula como una mota de polvo más, rindiendo culto en un templo donde hasta las estrellas se consumían, furiosas, en un canto a la muerte. Depositó un beso en los labios de su amor, ya cubiertos, por el que comprobó la dura consistencia de la sustancia. Y siguió esperando, en la cara diurna del asteroide hueco, azotada por los fuertes vientos de Eta Carinae.

Cerca de ella, en la nave, una joven apretaba la mano de otro hombre. Y sus lágrimas se sumaban a las ya derramadas, bajo el polvo rojo de la nebulosa NGC 3372, en una plegaria silenciosa por la vida de su padre.

 PRIMER CAPÍTULO DE HIPERNOVA, A LA VENTA EN EDICIONES BABYLON:

 http://tienda.edicionesbabylon.es/es/1199-hipernova.html

TRÁILER:

http://youtu.be/7W3uK_Dp8ZA 

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