Eric

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   El filo del cuchillo era tanto que podía oírlo, me decía cosas que no quería escuchar; eso me recordaba a todo el mundo. A la gente que conocí y a Hoffman. Por separado. Porque él no era parte de este mundo; Hoffman no era humano y yo lo sabía, me hacía querer ser como él pero que las personas ignoraran ese comportamiento característico. En pocas palabras, ser Hoffman sin ser Hoffman. En pocas palabras, lo odio.

El filo, que también podía ver además de sentir en mi, decía todo lo contrario a lo que yo quería hacer o lo que pensaba. Eso no me gustaba, me aburría así que mi juego era este.

Alcé el cuchillo al aire. El cubierto filoso se reía de mi. Con un grito o algo así, usé todas mis fuerzas para llevar el cuchillo desde la altura a la que mis manos alzadas llegaban hasta hacerlo aterrizar en una hoja del viejo diccionario. Ya había apuñalado muchas cosas, pero necesitaba más y esta vez descartando a gente viva o algo que respire, así que pedí algo a lo que no le tengo ningún rencor. Al mismo tiempo sentía que estaba matando a lo que más amaba y ya se imaginan cómo sería hacer eso. Nada lindo. Pero estoy jugando. No saben absolutamente nada de lo que estoy haciendo y eso me incentiva todavía más a seguir; a que el avionsito aterrice con brutal fuerza sobre un montón de palabras. Empiezan con la letra G, el cuchillo está sobre "gracias". Casi.

Me metí debajo de la cama. Saqué con mucho cuidado un par de hojas delicadamente colocadas debajo de la alfombra que cubría el suelo de toda la habitación. Los papeles no eran más grandes que mi mano, anotaba en letra muy pequeña y no tan legible, por si acaso lo encuentran y solo yo sabría que dice. Aunque a veces no la entiendo y no recuerdo qué anoté.

Salí de allí abajo, me recosté boca abajo en la cama y escribí el día, hora y la palabra "Gracias".
¡Tu no lo entenderías, es divertido! hasta que leo las hojas y el juego se torna aburrido y recuerdo que todas las palabras mueren de la misma manera. Apuñalados por una cuchilla de cocina.
Imaginarios.

–¿Por qué esto es así?– pregunté en la página de la letra L.

~    ~    ~    ~

Una vez más, me encontraba en mi cuarto asignado por la Universidad. Era grande, los pisos hechos con tablones de madera, rechinan quejándose de mi peso mientras doy vueltas observando en gran ventanal. Si te acercas a él, puedes ver un extremo del edificio, (es antiguo, pero lleva un gran atractivo) el patio enorme, rodeado de árboles de roble oscuro. Cuando sus hojas comienzan a caer, y una fina capa de nieve baña sus ramas, ya saben lo que se avecina. Yo, por desgracia, soy el más atento a esto... y al que el invierno siempre busca.

No mal interpretes esto, me gusta la sensación. Mientras todos se alejan, yo soy el que busca ser encontrado. La curiosidad mató al gato.

Una ventisca helada entró por la puerta. Esta habitación ya era fría, pero con esta Antártida era imposible no refregarse un poco las piernas.

–¿Cómo estás, Licari?– me preguntó el invitado cerrando la pesada puerta detrás de él. No contesté, era una pregunta retórica, este viento juguetón sabía lo que pasaba por mi cabeza en cualquier momento. Lo sabía todo, eso me atormentaba ya que sentía que invadía todo mi ser pero no era así. No sabía si eso era algo que quería o no, pero lo único que sé es que odio a esta brisa cuando pasa. A veces queda algo de él aquí y puedo seguir sintiendo su roce frío cerca de mi.

Él caminó con sus manos en los bolsillos y a paso lento hacia mi vieja máquina de escribir. La observó, yo sabía lo que él podía ver en ese aparato, le gustaban las antigüedades. El color de la tapa estaba gastado yendo de un naranja a un color salmón; tenía las teclas oxidadas y difíciles de ver pero nosotros dos, y seguramente otros alumnos más, las sabíamos de memoria.

Me miró con una sonrisa amplia haciendo mover un poco sus anteojos y cuando se los colocó bien, tecleó algo al azar. Con esto ya echo, ojeó prácticamente todo mi cuarto mientras yo solo observaba su andar. Mis hojas tenían miedo. No entendí que hacía, Antártida ya conocía este lugar muy bien. Aún así sabía que buscaba algo. Tenía miedo de preguntarle qué, porque ya lo sabía pero no quería que se diera cuenta de ello. ¿O si?

Abrió el cajón de mis calzones y rebuscó hasta sacar una caja de lata vieja y plana que solía ser de crayones antiguos. La abrió, sacó uno de mis cigarros y se lo llevó a la boca. El sabe lo que me cuesta conseguirlos. Lo hizo a propósito.

–¿Tienes fuego?– preguntó. Lo miré seriamente de arriba abajo con las ganas de decirle de todo en la garganta.

–No.–Era como pasar palabras o frases a elegir para soltar y que deje de mirarme como si yo fuese el que tiene un problema. La peor parte es que sí.

Me miró con el armado en su boca, no podía ver sus ojos por la luz de la ventana reflejada en sus anteojos. Esos anteojos, los he besado miles de veces y a él solo le importaba que no queden con marcas; iban a quedar aunque se niegue a dejarlas así. Terminó comprando otro par pero no los usa... y eso me desconcierta.

–está bien– dijo.

–¿Qué estás buscando aquí?– lo miré fijamente vagar, mientras me sentaba a los pies de mi cama.

Quedó allí. Me observó por dos minutos, dio una vuelta entera sobre sus tobillos y marchó por toda la habitación fingiendo darle una calada al cigarrillo sin prender.

Exhaló el humo con la cabeza hacia arriba. Era un poco tonto. No tan sumido en un mundo de fantasías, bastante maduro pero con excelentes pensamientos fantásticos. Que imbecil.

–¿Eres tú?– dijo después de quedarse leyendo una página al azar de un libro en mi mesita.

El suelo rechinó cuando me paré de la cama, caminé hasta él y antes de que pudiera tocar su hombro, alzó el libro y mostró la página ante mis ojos. Una foto de un bebé, era mi hermano. Ahí me di cuenta que no había cambiado nada.

–soy yo– dije.

Eric cerró el libro en mi cara. –tu hermano no ha cambiado nada.–

Lo miré muy mal. Mi hermano era más lindo que yo de bebé y siempre odié eso. Intenté ocultar todas mis fotos y mostrar las de Harvey cómo mías pero todos terminaron dándose cuenta.

– Estoy buscándote a ti...– Eric solo de acercaba. No sé por qué, pero mi cuerpo me obligaba a retroceder por cada paso que él daba, en algún momento iba a caer, pero si me detenía, este frío iba a acabar conmigo. 

– ¿Por qué haces esto? – no me dejó terminar, en algún momento me detuve, en el fondo quería hacerlo. Sus manos frías tomaron mi cuello. No conté con el segundo en el que sus incoloros y agrietados labios se hundieron en los míos. Me dejé caer sobre la cama, y Hoffman continuaba alargando aquel beso infernal que no quería que se acabe. Aunque no lo crean, es la primera vez que Hoffman hace algo así, siempre le tuve miedo, siempre me intimidó. Mi mente se encontraba en un remolino de sentimientos del que no quería salir. Ambos queríamos acabar con nuestra inocencia, la que nos daba risa, la que en realidad, Hoffman ya no tenía. El me la estaba arrebatando a mi, eso es lo que quería.

Escuchamos un estruendo. La puerta de mi habitación estaba abierta. Enseñaba a un muchacho grandote, de cabello negro y corto, estaba atónito... con las manos sosteniendo algo que ya se encontraba en el suelo. Mire a Hoffman; él estaba observando a nuestro invitado con el ceño fruncido, los lentes hacia cualquier lado y la boca entra abierta; parecía estar muy enfadado. Yo, no había mucho que decir sobre mi, lo mire aterrado, más aún cuando una sonrisa se hizo aparecer de oreja a oreja, seguida de una carcajada.

Nunca vi a nadie correr tan rápido, el muchacho cerró la puerta de un golpe. Segundos después los gritos de la directora se escucharon desde el séptimo piso.

Fantasía vertiginosaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora