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Su mirada no se despegaba del espejo. Su ropa estaba tirada a un lado del cuarto, como si fuera basura. Así lo pensaba ella, porque no había prenda que le quedara bien. Sus compañeros se encargaron de hacerla sentir una porquería durante cinco largos años, y eso ahora iba a cambiar para siempre.

Sujeto su amplio estómago entre sus manos, asqueada de su propio cuerpo. Luego miró sus muslos prominentes, las típicas marcas de la piel al estirarse la cubrían casi por completo. Se preguntaba por qué no podía ser como las demás chicas del colegio, o las hermosas mujeres que aparecían en la televisión, perfectas. Lo único que le gustaba de sí misma era su cabello castaño y sus ojos verdes.

Lo demás, debía irse.

Respiró hondo y caminó a paso lento hasta el baño. Se sentó sobre el retrete y dejó que el llanto sucumbiera su cuerpo en sacudidas. No quería hacerlo... estaba aterrada, pero ya no soportaba las burlas. Había intentado de todo, dietas, gimnasio, incluso vomitar... pero nada daba resultado. No tenía convicción ni empeño para nada.

Su mano temblaba, pero de todas formas pudo tomar el cuchillo. Lo llevó hasta su pierna, y comenzó a cortar. El dolor era insoportable, más del que nunca hubiera imaginado, pero debía hacerlo. Se  había asegurado de que no hubiera nadie en casa para escuchar sus gritos de sufrimiento. De todas formas, a nadie le iba a importar que a la gorda Jesy le ocurriera algo.

Sintió como la hoja del cuchillo se deslizaba bajo su carne, y el frío metálico le caló los huesos. La única parte que se veía era el mango negro, el cual estaba bien sujeto por ambas manos de Jesy. Cuando volvió a ver la cuchilla, estaba completamente roja, y el pedazo de carne y grasa que antes estaba en su muslo cayó a un lado en el linóleo blanco del baño.

La sangre comenzó a brotar a borbotones, pero no le importaba. El dolor quedó en segundo plano al ver lo delgada que se veía su pierna sin toda esa horrible carne cubriéndola. Como si fuera un pedazo de madera al que había que tallar, usó su cuchillo para moldear el resto de su cuerpo. 

La otra pierna fue fácil porque ya conocía el procedimiento. Cuando los trozos de piel caían, los empujaba con pie a un lado. En diez minutos, sus extremidades pasaron de ser enormes y molestas a hiper delgadas y esbeltas, todo lo que siempre había deseado. Ahora iba su vientre, lo que más detestaba. Sentía tanto odio hacia esa parte de su cuerpo que antes de comenzar a cortar, se dio múltiples puñaladas. La garganta le ardía de tanto gritar, pero sentía placer cada vez que el cuchillo entraba y salía.

Primero se deshizo de los costados, esos costales de arena en sus caderas que sobresalían siempre de su remera. Con la mano izquierda, la que no sostenía el cuchillo, acariciaba su nueva silueta mientras se miraba maravillada el reflejo que le devolvía el espejo. Siguieron sus brazos, rechonchos según su familia, que en cuestión de segundos parecían dos fideos. A sus pies, parecía tener un alfombra de carne y piel, todo los deshechos de su vida anterior.

A penas podía respirar cuando se levantó del retrete y se sostuvo de la pared para no caer. Llevaba la sonrisa más grande que jamás había tenido, aunque... comenzó a ver algunos defectos más que no le gustaban. Bajo su mentón, la papada que la caracterizaba se notaba más ahora que el resto de su figura era armoniosa, no podía seguir tenéndola, claro que no.

Pensó como si fuera un hombre afeitándose, solo que en lugar de cortar bello, ella cortaba carne. Se asustó un poco cuando vio sus venas y huesos. Luego fueron sus manos. Regordetas y feas, las arregló rápido. Respiraba como loca, sintiendo que el aire no le llegaba a los pulmones que podía ver con claridad ahora a través de sus tejidos. 

La Jesy gorda e inepta había muerto, y la Jesy perfecta para la sociedad había nacido. 

Historias Cortas y Retorcidas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora