La confesión de Henry Jekyll

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He nacido en 18..., heredero de una gran fortuna y dotado de excelentes cualidades. Inclinado por naturaleza a la laboriosidad, ambicioso sobre todo por conseguir la estima de los mejores, de los más sabios entre mis semejantes, todo parecía prometerme un futuro brillante y honrado. El peor de mis defectos era una cierta impaciente vivacidad, una inquieta alegría que muchos hubieran sido felices de poseer, pero que yo encontraba difícil de conciliar con mi prepotente deseo de ir siempre con la cabeza bien alta, exhibiendo en público un aspecto de particular seriedad.

Así fue como empecé muy pronto a esconder mis gustos, y que cuando, llegados los años de la reflexión, puesto a considerar mis progresos y mi posición en el mundo; me encontré ya encaminado en una vida de profundo doble. Muchos incluso se habrían vanagloriado de algunas ligerezas, de algunos desarreglos que yo, por la altura y ambición de mis miras, consideraba por el contrario una culpa y escondía con vergüenza casi morbosa. Más que defectos graves, fueron por lo tanto mis aspiraciones excesivas a hacer de mí lo que he sido, y a separar en mí, más radicalmente que en otros, esas dos zonas del bien y del mal que dividen y componen la doble naturaleza del hombre. Mi caso me ha llevado a reflexionar durante mucho tiempo y a fondo sobre esta dura ley de la vida, que está en el origen de la religión y también, sin duda, entre las mayores fuentes de infelicidad.

Por doble que fuera, no he sido nunca lo que se dice un hipócrita. Los dos lados de mi carácter estaban igualmente afirmados: cuando me abandonaba sin freno a mis placeres vergonzosos, era exactamente el mismo que cuando, a la luz del día, trabajaba por el progreso de la ciencia y el bien del prójimo.

Pero sucedió que mis investigaciones científicas, decididamente orientadas hacia lo místico y lo transcendental, confluyeron en las reflexiones que he dicho, derramando una viva luz sobre esta conciencia de guerra perenne de mí conmigo mismo. Tanto en el plano científico como en el moral, fui por lo tanto gradualmente acercándome a esa verdad, cuyo parcial descubrimiento me ha conducido más tarde a un naufragio tan tremendo: el hombre no es verazmente uno, sino verazmente dos. Y digo dos, porque mis conocimientos no han ido más allá. Otros seguirán, otros llevarán adelante estas investigaciones, y no hay que excluir que el hombre, en último análisis, pueda revelarse una mera asociación de sujetos distintos, incongruentes e independientes. Yo, por mi parte, por la naturaleza de mi vida, he avanzado infaliblemente en una única dirección.

Ha sido por el lado moral, y sobre mi propia persona, donde he aprendido a reconocer la fundamental y originaria dualidad del hombre. Considerando las dos naturalezas que se disputaban el campo de mi conciencia, entendí que se podía decir, con igual verdad, ser una como ser otra, era porque se trataba de dos naturalezas distintas; y muy pronto, mucho antes que mis investigaciones científicas me hicieran lejanamente barruntar la posibilidad de un milagro así, aprendí a cobijar con placer, como en un bonito sueño con los ojos abiertos, el pensamiento de una separación de los dos elementos. Si éstos, me decía, pudiesen encarnarse en dos identidades separadas, la vida se haría mucho más soportable. El injusto se iría por su camino, libre de las aspiraciones y de los remordimientos de su más austero gemelo; y el justo podría continuar seguro y voluntarioso por el recto camino en el que se complace, sin tenerse que cargar de vergüenzas y remordimientos por culpa de su malvado socio. Es una maldición para la humanidad, pensaba, que estas dos incongruentes mitades se encuentren ligadas así, que estos dos gemelos enemigos tengan que seguir luchando en el fondo de una sola y angustiosa conciencia.

¿Pero cómo hacer para separarlos?

Estaba siempre en este punto cuando, como he dicho, mis investigaciones de laboratorio empezaron a echar una luz inesperada sobre la cuestión. Empecé a percibir, mucho más a fondo de lo que nunca se hubiese reconocido, la trémula inmaterialidad, la vaporosa inconsistencia del cuerpo, tan sólido en apariencia, del que estamos revestidos. Descubrí que algunos agentes químicos tenían el poder de sacudir y soltar esa vestidura de carne, como el viento hace volar las cortinas de una tienda.

El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. HydeWhere stories live. Discover now