Vigesimonovena jornadaEditar

Existe un proverbio —y los proverbios son una cosa muy buena—, hay un proverbio, digo, que pretende que el apetito entra comiendo. Este dicho, grosero como es, tiene no obstante un sentido muy extenso: quiere decir que a fuerza de cometer horrores se desean otros nuevos, y que cuanto más se cometen más se desean. Era el caso de nuestros insaciables libertinos. Con una dureza imperdonable, con un detestable refinamiento del desenfreno, habían condenado, como se ha dicho, a sus desgraciadas esposas a prestarles, al salir del retrete, los cuidados más viles y más sucios. No se contentaron con eso, sino que aquel mismo día se proclamó una nueva ley (que pareció ser obra del libertinaje sodomita de la víspera), una nueva ley, digo, que establecía que ellas servirían a partir del 1 de diciembre, de orinal a sus necesidades y que estas necesidades, en una palabra, grandes y pequeñas, no se harían nunca sino en sus bocas; que cada vez que los señores quisieran satisfacer sus necesidades, les seguirían cuatro sultanas para prestarles, hecha la necesidad, el servicio que antes les prestaban las esposas y del que ahora ya serían incapaces, puesto que iban a servir para algo más grave; que las sultanas oficiantes serían Colomba para Curval, Hébé para el duque, Rosette para el obispo y Mimí para Durcet; y que la menor falta en una u otra de aquellas operaciones, fuese en lo concerniente a las esposas o a la que correspondería a las cuatro muchachas, sería castigada con severísimo rigor.
Las pobres mujeres, apenas enteradas de esa nueva orden, lloraron y se desolaron, desgraciadamente sin enternecer. Se prescribió que cada mujer serviría solamente a su marido, y Alina al obispo, y que para esta operación no estaría permitido cambiarlas. Dos viejas, por turno, fueron encargadas de encontrarse presentes para el mismo servicio, y la hora se fijó invariablemente para la noche al salir de las orgías; se convino en que se procedería siempre en común, que mientras se operase, las cuatro sultanas, esperando cumplir con su servicio, presentarían sus nalgas, y que las viejas irían de un ano al otro para oprimirlo, abrirlo y excitarlo por fin a la obra. Promulgado este reglamento, se procedió aquella mañana a las correcciones que no se habían aplicado la víspera, debido al deseo que surgió de celebrar las orgías entre hombres.
La operación se realizó en el aposento de las sultanas, donde fueron expedidas las ocho y, tras ellas, Adelaida, Alina y Cupidón, que estaban también los tres en la lista fatal. La ceremonia, con los detalles y todo el protocolo de costumbre en tales casos, duró casi cuatro horas, al cabo de las cuales bajaron a comer con la cabeza calentada, sobre todo la de Curval quien prodigiosamente aficionado a aquellas operaciones, nunca procedía a ellas sin la más segura erección. En cuanto al duque, había descargado, lo mismo que Durcet. Este último, que empezaba adquirir en el libertinaje un humor muy molesto contra su querida esposa Adelaida, no la corrigió sin violentas sacudidas de placer que le costaron el semen.
Después de la comida se pasó al café; bien hubiérase querido ofrecer en él culos nuevos, dando como hombres a Céfiro y Gitón y muchos otros, si se hubiese deseado. Esto se podía hacer, pero en cuanto a sultanes era imposible. Fueron pues, siguiendo simplemente el orden de la lista, Colomba y Mimí las que sirvieron el café. Curval, examinando el trasero de Colomba cuyo color abigarrado, en parte obra suya, le producía deseos muy singulares, le metió la verga entre los muslos por atrás, sacudiendo mucho las nalgas; a veces, su miembro, retrocediendo, chocaba como sin querer contra el lindo agujero que bien hubiera querido él perforar. Lo miraba, lo observaba.
—¡Rediós! —dijo a sus amigos—. Doy inmediatamente doscientos luises a la sociedad si se me deja joder este culo.
Sin embargo, se contuvo y ni siquiera descargó. El obispo hizo que Céfiro descargase en su boca y perdió su semen mientras se tragaba el de aquel delicioso niño; en cuanto a Durcet, se hizo dar de puntapiés en el trasero por Gitón, lo hizo cagar, y permaneció virgen. Pasaron al salón de historia, donde aquella noche, según una ordenación que se repetía bastante a menudo, cada padre tenía a su hija en su sofá, y se escucharon con los pantalones abajo, los cinco relatos de nuestra querida narradora.
Parecía que, después del modo exacto con que yo había cumplido los legados piadosos de la Fournier, la dicha afluía a mi casa —dijo aquella bonita mujer—; nunca había tenido tan ricos conocidos.
El prior de los benedictinos, uno de mis mejores clientes, vino a decirme un día que, habiendo oído hablar de una fantasía bastante singular y hasta habiéndola visto ejecutar a uno de sus amigos que era aficionado a ella, quería probarla a su vez, y, en consecuencia, me pidió una mujer que fuese muy peluda. Le entregué una corpulenta criatura de veintiocho años que tenía mechones de una vara de largo en los sobacos y en la entrepierna. "Es lo que necesito" me dijo. Y como estaba muy ligado conmigo y con mucha frecuencia nos habíamos divertido juntos, no se ocultó a mis ojos. Hizo colocar a la mujer desnuda medio acostada sobre un sofá, con los dos brazos en alto, y él, armado de unas tijeras muy afiladas, se puso a trasquilar hasta el cuero los dos sobacos de aquella criatura. De los sobacos pasó a la entrepierna, que esquiló asimismo, con tanta decisión que en ninguno de los lugares sobre los que había operado parecía no haber habido jamás ni el más leve vestigio de pelo. Terminado su trabajo, besó las partes esquiladas y regó con su semen aquel monte pelado, extasiándose ante su obra.
Otro exigía una ceremonia sin duda mucho más rara: era el duque de Florville; recibí la orden de conducir a su casa a una de las mujeres más hermosas que pudiese encontrar. Nos recibió un ayuda de cámara y entramos en la mansión por una puerta lateral.
—Arreglemos a esta bella niña —me dijo el criado— como conviene para que el señor duque pueda divertirse con ella... Seguidme.
Por vueltas y corredores tan sombríos como inmensos, llegamos por fin a un aposento lúgubre, alumbrado nada más por seis cirios colocados en el suelo en torno a un colchón de satén negro; toda la estancia estaba tapizada de luto y, al entrar, nos asustamos.
—Tranquilizaos —nos dijo nuestro guía—, no sufriréis ningún daño, pero —dijo a la joven—, préstese usted a todo y, principalmente, ejecute bien lo que voy a ordenarle.
Hizo desnudar a la mujer, deshizo su peinado y dejó colgando sus cabellos, que eran soberbios. Luego la acostó sobre el colchón, en medio de los cirios, le recomendó que se hiciera la muerta y, sobre todo, que tuviera buen cuidado durante toda la escena de no moverla y respirar lo menos posible.
—Porque si mi amo, por desgracia, que se figurará que usted está realmente muerta, se diese cuenta de la ficción, saldría furioso y sin duda se quedaría usted sin cobrar.
En cuanto hubo colocado a la damisela sobre el colchón, en la actitud de un cadáver, le hizo dar a su boca y a sus ojos las impresiones del dolor, dejó flotar sus cabellos sobre el seno desnudo, colocó cerca de ella un puñal y embadurnó el lado del corazón con sangre de pollo, con la forma de una herida ancha como la mano.
Sobre todo no tenga usted ningún temor —repitió a la joven—, no ha de decir nada, hacer nada, no se trata más que de permanecer inmóvil y no respirar sino en los momentos en que lo vea usted menos cerca. Retirémonos ahora —me dijo el criado—. Venga, señora; a fin de que no esté intranquila por su damisela, voy a situarla en un lugar desde donde podrá oír y observar toda la escena.
Salimos, dejando a la muchacha muy emocionada al principio, pero no obstante un poco tranquilizada por las palabras del ayuda de cámara. Me conduce a un gabinete contiguo al aposento donde iba a celebrarse el misterio y, a través de un tabique mal ajustado sobre el cual estaba aplicado el tapizado negro, pude oírlo todo. Observar me era todavía más fácil, pues aquel tapizado era sólo de crespón, a través del cual distinguía todos los objetos como si hubiese estado en la habitación misma.
El ayuda de cámara tiró del cordón de una campanita; era la señal, y algunos minutos después vimos entrar a un hombre alto, seco y flaco, de unos sesenta años. Iba enteramente desnudo bajo una bata flotante de tafetán de la India. Se detuvo al entrar. Es conveniente deciros que nuestras observaciones eran una sorpresa, pues el duque, que se creía absolutamente solo, estaba muy lejos de pensar que alguien lo miraba.
—¡Ah! El bello cadáver... —exclamó enseguida—, la bella muerta... ¡Oh! ¡Dios mío! —añadió, al ver la sangre y el puñal—. Acaba de ser asesinada en este instante... ¡Ah! ¡Dios, cuán empalmado debe estar el que ha cometido este golpe!
Y, masturbándose:
—Cómo hubiera deseado vérselo cometer.
Y manoseando el vientre de la mujer:
—¿Estaría preñada?... No, desgraciadamente.
Y continuando el manoseo:
—¡Qué hermosas carnes! Todavía están calientes... El bello pecho...
Entonces se inclinó sobre ella y le besó la boca con un furor increíble.
—Todavía babea... —dijo—. ¡Cuánto me gusta esta saliva!
Por segunda vez le metió la lengua hasta el gaznate. Era imposible representar el papel mejor de lo que lo hacía aquella muchacha; no se movió más que un tronco y mientras el duque se acercó a ella no solo el aliento. Por fin él la agarró y, dándole la vuelta sobre el vientre, dijo:
—Tengo que ver este hermoso culo.
Y, en cuanto lo hubo visto:
—¡Ah! ¡Rediós, qué hermosas nalgas!
Y entonces las besó, las entreabrió, le vimos claramente meter su lengua en el lindo agujero.
—He aquí, palabra —exclamó entusiasmado—, uno de los cadáveres más soberbios que he visto en mi vida. ¡Ah! ¡Cuán feliz será el que le ha privado a esta muchacha de la vida, y qué placer ha de haber sentido!
Esta idea le hizo descargar; estaba acostado junto a ella, la apretaba, sus muslos pegados a las nalgas, y le echó el semen en el agujero del culo con increíbles muestras de placer y gritando como un demonio mientras perdía su esperma:
—¡Ah! ¡Joder, joder, cómo quisiera haberla matado!
Ese fue el fin de la operación; el libertino se levanté y desapareció; era hora de que fuésemos a levantar a nuestra moribunda. No podía más; la contención, el susto, todo había absorbido sus sentidos y estaba a punto de representar de veras el personaje que acababa de imitar tan bien. Nos marchamos con cuatro luises que nos entregó el criado, el cual, como os imaginaréis, nos robaba al menos la mitad.
—¡Vive Dios —exclamó Curval—, qué pasión! Ahí por lo menos hay sal, hay picante.
—La tengo erecta como la de un asno —dijo el duque—. Apuesto a que ese personaje no se contentó con esto.
—Puede usted estar seguro de ello, señor duque —dijo la Martaine—. Alguna vez hubo más realidad. Es de lo que la señora Desgrangés y yo tendremos ocasión de convenceros.
—¿Y qué diablos haces tú, entretanto? —dijo Curval al duque.
—Déjame, déjame —dijo el duque—. Estoy jodiendo a mi hija, y la creo muerta.
—¡Ah, malvado! —dijo Curval—. Tienes, pues, dos crímenes en la mollera.
—¡Ah! Joder —dijo el duque— bien querría que fuesen más reales...
Y su esperma impuro se escapó dentro de la vagina de Julia.
—Vamos, sigue, Duclos —dijo en cuanto hubo terminado—, sigue, querida amiga, y no dejes que el presidente descargue, pues veo que va a cometer incesto con su hija; el pilluelo se mete malas ideas en la cabeza, sus padres me lo confiaron y debo vigilar su conducta, no quiero que se pervierta.
—¡Ah! Ya no hay tiempo —dijo Curval—, ya no hay tiempo, descargo. ¡Ah, rediós! ¡La hermosa muerta!
Y el malvado, al penetrar en Adelaida, se figuraba como el duque, que jodía a su hija asesinada; increíble extravío del espíritu de un libertino que no puede oír nada, ver nada, sin querer imitarlo al instante.
—Duelos, continúa —dijo el obispo—, pues el ejemplo de estos bribones es seductor y, en el estado en que me hallo, quizás obraría peor que ellos.
Algún tiempo después de aquella aventura, fui sola a casa de otro libertino —dijo la Duelos—, cuya manía, quizás más humillante, no era, sin embargo, tan sombría. Me recibe en un salón cuyo piso estaba cubierto con una alfombra muy hermosa, me hace desnudarme y me ordena que me coloque a cuatro patas:
—Veamos —dice, refiriéndose a los dos grandes daneses que tenía a su lado—, veamos cuál de mis perros o tú será el más rápido... ¡Corre a buscar!
Y al mismo tiempo lanza al suelo unas grandes castañas asadas y, hablándome como a un animal:
—Tráemelo, tráemelo —me dice.
Corro gateando tras la castaña con el propósito de entrar en la idea de su fantasía y devolvérsela, pero los dos perros, lanzándose detrás de mí, pronto me adelantan; atrapan la castaña y se la llevan al amo.
—Eres francamente torpe —me dice entonces el amo—. ¿Tienes miedo de que mis perros te coman? No temas nada, no te harán ningún daño, pero interiormente se burlarán de ti si te ven menos hábil que ellos. Vamos, tu desquite... ¡Tráemela!
Nueva castaña lanzada y nueva victoria de los perros contra mí; en fin, el juego duró dos horas, durante las cuales sólo fui lo bastante hábil una sola vez para atrapar la castaña y llevarla con la boca al que la había arrojado. Pero triunfase o no, nunca aquellos animales adiestrados para ese juego me hacían ningún daño. Parecían, al contrario, burlarse y divertirse conmigo como si yo fuera de su especie.
—Bueno —dijo el patrón—, basta de trabajar; hay que comer.
Llamó, entró un criado de confianza.
—Trae la comida de mis animales —le dijo.
El criado trajo una artesa de madera de ébano que dejó en el suelo. Estaba llena de una especie de picadillo de carne muy delicado.
—Vamos —me dijo—, come con mis perros, y procura que no sean tan listos con la comida como lo han sido en la carrera. No se podía replicar ni una palabra, había que obedecer; todavía a gatas, metí la cabeza en la artesa y, como todo era muy limpio y bueno, me puse a comer con los perros, los cuales, muy cortésmente, me dejaron mi parte sin la más mínima disputa. Aquél era el instante de la crisis de nuestro libertino; la humillación, el rebajamiento a que sometía a una mujer, lo calentaba increíblemente. Entonces dijo, masturbándose:
—La golfa, la zorra, come con mis perros. Así es como habría que tratar a todas las mujeres y si lo hiciéramos no serían tan impertinentes; animales domésticos como estos perros, ¡qué razón tenemos para tratarlas mejor que a ellos! ¡Ah, zorra! ¡ Ah, puta! —exclamó entonces, avanzando y soltándome su semen sobre el trasero— ¡Ah, golfa, te he hecho comer con mis perros!
Eso fue todo. Nuestro hombre desapareció, yo me vestí rápidamente y encontré dos luises sobre mi manteleta, suma acostumbrada con la que sin duda el disoluto solía pagar sus placeres.
—Aquí, señores —continuó la Duclos—, me veo obligada a retroceder y contaros, para terminar la velada, dos aventuras que me ocurrieron en mi juventud. Como son algo fuertes, hubieran estado desplazadas en el curso de los suaves acontecimientos con los cuales me ordenasteis empezar; he debido, pues, guardarlos para el desenlace.
Sólo tenía a la sazón dieciséis años y estaba todavía en casa de la Guérin; me habían introducido en el gabinete inferior de la vivienda de un hombre de gran distinción, tras decirme simplemente que esperara, que estuviese tranquila, y obedeciera estrictamente al señor que vendría a divertirse conmigo. Pero se guardaron muy bien de informarme más; no hubiera tenido tanto miedo si hubiese estado prevenida, y nuestro libertino, ciertamente, no tanto placer. Hacía aproximadamente una hora que estaba en el gabinete, cuando por fin abrieron. Era el propio dueño.
—¿Qué haces aquí, bribona? —me dijo con aire de sorpresa—¡A estas horas en mi aposento! ¡Ah, puta! —exclamó, agarrándome por el cuello hasta hacerme perder la respiración—. ¡Ah, zorra! ¡Vienes a robarme!
Llama, al instante aparece un criado confidente.
—La Fleur —le dice el amo, encolerizado—, aquí hay una ladrona que he encontrado escondida; desnúdala completamente y prepárate a ejecutar las órdenes que te daré.
La Fleur obedece, en un instante estoy desnuda y mis ropas arrojadas afuera a medida que me las quitan.
—Vamos —dijo el libertino a su criado—, vete ahora a buscar un saco, cóselo con esta zorra dentro y ve a tirarla al río.
El criado sale a buscar el saco. Os dejo suponer que aproveché aquel intervalo para arrojarme a los pies del patrón y suplicarle que tuviese piedad, asegurándole que era la señora Guérin, su ordinaria alcahueta, la que me metió allí personalmente, pero que no soy una ladrona. El libertino, sin escuchar nada, agarra mis dos nalgas y manoseándolas con brutalidad dice:
—¡Ah, joder! Voy a hacer que los peces se coman este hermoso culo.
Fue el único acto de lubricidad que pareció permitirse y aun sin exponer nada a mi vista que pudiese hacerme creer que el libertino tenía algo que ver en la escena. El criado vuelve con el saco y, a pesar de mis súplicas, me meten dentro, lo cosen y La Fleur me carga sobre sus hombros. Entonces oí los efectos del trastorno de la crisis en nuestro libertino; verosímilmente había empezado a masturbarse en cuanto me metieron en el saco. En el mismo instante en que La Fleur me cargó, el semen del malvado salió.
—Al río, al río, ¿oyes, La Fleur? —decía, tartamudeando de placer—. Sí, al río, y meterás una piedra en el saco para que la puta se ahogue más pronto.
Dicho todo, salimos, pasamos a una habitación contigua donde La Fleur, después de descoser el saco, me devolvió mis ropas, me dio dos luises, algunas pruebas inequívocas de una manera de conducirse en el placer muy diferente de la de su amo, y volví a casa de la Guérin, a quien reproché con violencia por no haberme prevenido, y que para reconciliarse conmigo me hizo prestar dos días más tarde el servicio siguiente, sobre el que me advirtió todavía menos.
Se trataba, más o menos como en lo que acabo de contaros, de encontrarse en el gabinete del aposento de un arrendador general, pero esta vez estaba con el mismo criado que había ido a buscarme a casa de la Guérin de parte de su amo. Mientras esperábamos la llegada del dueño, el criado se divertía enseñándome varias alhajas que había en un escritorio de aquel gabinete.
—Pardiez —me dijo el honrado mensajero—, si te quedases con algo de esto no habría ningún mal en ello; el viejo es bastante rico; apuesto a que no sabe la cantidad ni el valor de las alhajas que guarda en este escritorio. Créeme, no te contengas, y no temas que sea yo quien te traicione.
¡Ay! Yo estaba más que dispuesta a seguir aquel pérfido consejo; ya conocéis mis inclinaciones, os las he confesado; puse pues la mano sobre una cajita de siete u ocho luises, pues no me atreví a apoderarme de un objeto más valioso. Esto era todo lo que deseaba el pillo del criado y, para no tener que volver a hablar de esto, después supe que si me hubiese negado a tomarlo él hubiera deslizado sin que yo me diese cuenta uno de aquellos objetos en mi bolsillo. Llega el amo, me recibe muy bien, el criado sale y quedamos solos. Este no hacía como el otro, sino que se divertía de veras; me besó mucho el trasero, se hizo azotar, se hizo echar pedos en la boca, metió su miembro en la mía y, en una palabra, se sació de lubricidades de todo género y especie, excepto la de delante; a pesar de todo, no descargó. No había llegado el momento de ello, todo lo que acababa de hacer era para él nada más que episodios, vais a ver el desenlace.
—¡Ah, pardiez! —me dijo—. Olvidaba que un criado está esperando en mi antecámara una alhajita que acabo de prometer enviar al instante a su amo. Permíteme que cumpla mi palabra y en cuanto termine proseguiremos la tarea.
Culpable de un pequeño delito que acababa de cometer por instigación de aquel maldito criado, podéis pensar cómo me hicieron estremecer esas palabras. Por un momento quise retenerlo, luego reflexioné que era mejor disimular y arriesgarme. Abre el escritorio, busca, registra y, al no encontrar lo que necesita, me dirige miradas furiosas.
—Zorra —me dice por fin—, sólo tú y un criado del que estoy muy seguro, habéis estado aquí desde hace un rato; el objeto falta, por lo tanto, sólo tú puedes haberlo tomado.
—¡Oh, señor! —le dije temblando—. Tenga la seguridad de que soy incapaz...
—¡Vamos, maldita sea! —dijo, lleno de cólera (hay que observar que su pantalón estaba aún desabrochado y su verga pegada a su vientre; esto sólo hubiera debido hacerme comprender e impedirme tanta inquietud, pero yo no veía ni me daba cuenta de nada)—. Vamos; golfa, hay que encontrar el objeto.
Me ordena que me desnude; veinte veces me hinco a sus pies para rogarle que me ahorre la humillación de aquel registro, nada lo conmueve, nada lo enternece, me arranca él mismo las ropas, colérico, y, en cuanto quedo desnuda, registra mis bolsillos y, como supondréis, no tarda en encontrar la cajita.
—¡Ah, malvada! —me dice—. Ya estoy convencido, pues, golfa, vas a las casas para robar.
Llamó a su hombre de confianza:
—¡Ve —le dijo, acalorado—, ve a buscar inmediatamente al comisario!
—¡Oh, señor! —exclamé—. Tenga piedad de mi juventud; he sido seducida, no lo he hecho por propio impulso, me han tentado...
—¡Bueno! —dijo el libertino—, darás todas estas razones al hombre de la justicia, pero yo quiero ser vengado.
El criado sale, el hombre se deja caer en un sillón, todavía con su miembro erecto, presa de gran agitación y dirigiéndome mil invectivas.
—Esta golfa, esta malvada —decía—, yo que quería recompensarla como es debido, venir así a mi casa para robarme... ¡Ah! ¡Pardiez, vamos a ver!
Al mismo tiempo llaman a la puerta y veo entrar a un hombre con toga.
—Señor comisario —dijo el patrón—, aquí tiene a una bribona que le entrego, y se la entrego desnuda, como la hice ponerse para registrarla; aquí tiene a una muchacha de un lado, sus ropas de otro, y además el efecto robado, y sobre todo, hágala ahorcar, señor comisario.
Entonces fue cuando se reclinó en su sillón mientras descargaba.
—Sí, hágala ahorcar, maldita sea, que la vea colgada, maldita sea, señor comisario, que la vea colgada, es todo lo que le exijo.
El fingido comisario me lleva junto el objeto y mis ropas, me hace pasar a una habitación contigua, se abre la toga y veo al mismo criado que me había recibido e instigado al robo, a quien la confusión en que me hallaba me había impedido reconocer.
—Y bien —me dijo—, ¿has tenido mucho miedo?
—¡Ay! —le contesté—. No puedo más.
—Ya acabó —me dijo—, y aquí tienes, para compensarte.
Y al mismo tiempo me entrega de parte de su amo el mismo efecto que yo había robado, me devuelve mis ropas y me conduce de regreso a casa de la señora Guérin.
—Esa manía es agradable —dijo el obispo—, se puede sacar de ella el mayor partido para otras cosas, y con menos delicadeza, pues debo deciros que soy poco partidario de la delicadeza en el libertinaje. Con menos de ella, digo yo que se puede aprender en este relato la manera segura de impedirle a una puta que se queje, cualquiera que sea la iniquidad de los procedimientos que se quieran emplear con ella. No hay más que tenderle acechanzas de ese modo, hacer que caiga en ellas y, en cuanto se está seguro de haberla hecho culpable, uno puede a su vez hacer todo lo que quiera, no deberá temer ya que ella se atreva a quejarse, tendrá demasiado miedo de ser detenida o recriminada.
—Es cierto —dijo Curval— que yo en el lugar del financiero me hubiera permitido algo más, y bien hubiera podido ser, mi encantadora Duelos, que no hubieses salido del trance tan bien librada.
Como los relatos de aquella velada habían sido largos, llegó la hora de la cena sin que hubiese habido tiempo de entregarse antes un poco a la crápula. Fueron, pues, a la mesa, bien decididos a resarcirse después de cenar. Cuando todo el mundo estuvo reunido, se decidió constatar por fin cuáles eran las muchachas y los muchachos que podían ponerse en el rango de hombres y mujeres. Para decidir la cuestión, se habló de masturbar a todos los de uno y otro sexo sobre los cuales hubiese alguna duda; entre las mujeres se estaba seguro de Agustina, de Fanny y de Zelmira; estas tres encantadoras criaturitas, de catorce y quince años, descargaban todas a los más, leves manoseos; Hébé y Mimí, que no tenían más que doce años, ni siquiera estaban en el caso de ser probadas; por lo tanto, sólo se trataba de probar, entre las sultanas, a Sofía, Colomba y Rosette, la primera de catorce años, las otras dos de trece.
De los muchachos, se sabía que Céfiro, Adonis y Celadón eyaculaban como hombres hechos y derechos; Gitón y Narciso eran demasiado jóvenes para ponerlos a prueba, no se trataba, pues, más que de Zelamiro, Cupidón y Jacinto. Los amigos formaron círculo en torno a un montón de amplios cojines que se colocaron en el suelo; la Champville y la Duelos fueron nombradas para las poluciones; la primera, en su calidad de lesbiana, debía masturbar a las tres muchachas y la otra, como maestra en el arte de sacudir vergas, debía hacerlo a los muchachos. Entraron en el círculo formado por los sillones de los amigos, lleno de cojines, y se les entregó a Sofía, Colomba, Rosette, Zelamiro, Cupidón y Jacinto; cada amigo, para excitarse durante el espectáculo, tenía a un niño entre sus muslos, el duque a Agustina, Curva] a Zelmira, Durcet a Céfiro y el obispo a Adonis.
La ceremonia empezó por los muchachos; la Duelos, con los senos y las nalgas al descubierto, el brazo desnudo hasta el codo, aplicó todo su arte a masturbar, uno tras otro, a cada uno de aquellos deliciosos ganimedes. Era imposible emplear más voluptuosidad; agitaba su mano con una ligereza... sus movimientos eran de una delicadeza y una violencia... ofrecía a aquellos muchachos su boca, su seno o sus nalgas, con tanto arte que indudablemente los que no descargasen sería porque no eran capaces todavía de ello. Zelamiro y Cupidón se empalmaron, pero por más que se hizo no salió nada. En cuanto a Jacinto, la conmoción fue inmediata a la sexta sacudida; el semen saltó sobre el seno de la Duelos y el niño se extasió manoseándole el trasero, observación que fue tanto más notable por cuanto durante toda la operación no se le ocurrió tocarla por delante.
Se pasó a las muchachas; la Champville, casi desnuda, muy bien peinada y elegantemente arreglada, no parecía tener más de treinta años, aunque llegaba a los cincuenta. La lubricidad de aquella operación, de la cual, como lesbiana consumada, pensaba sacar el mayor placer, animaba sus grandes ojos negros, que siempre los había tenido muy hermosos. Puso por lo menos tanto arte en su papel como la Duelos lo había puesto en el suyo, acarició a la vez el clítoris, la entrada de la vagina y el ano, pero la naturaleza no desarrolló nada en Colomba; no se produjo ni siquera la más leve señal de placer. No fue así con la bella Sofía; al décimo roce de los dedos, desfalleció sobre el seno de la Champville; pequeños suspiros entrecortados, sus hermosas mejillas animadas por el más tierno encarnado, sus labios que se entreabrían y humedecían, todo demostró el delirio con que acababa de colmarla la naturaleza, y fue declarada mujer. El duque, con una erección extraordinaria, ordenó a la Champville que la masturbase por segunda vez, y en el instante de su descarga el crápula fue a mezclar su impuro semen con el de la joven virgen. En cuanto a Curval, había resuelto el asunto entre los muslos de Zelmira, y los otros dos con los jovencitos que tenían entre las piernas.
Fueron a acostarse y, como la mañana siguiente no trajo ningún acontecimiento que pueda merecer un lugar en esta recopilación, ni tampoco la comida ni el café, se pasó en seguida al salón, donde la Duelos, vestida magníficamente, apareció en la tribuna para terminar, con los cinco relatos siguientes, la serie de las ciento cincuenta narraciones que le había sido encomendada para los treinta días del mes de noviembre.

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