Decimotercera jornadaEditar

El presidente, que aquella noche se había acostado con su hija Adelaida, después de haberse divertido con ella hasta el momento de su primer sueño la relegó a un colchón colocado en el suelo cerca de su cama para que dejase el lugar a la Fanchón, a la que siempre quería tener cerca cuando la lujuria lo despertaba, lo que sucedía casi todas las noches; hacia las tres de la madrugada se despertaba sobresaltado, juraba y blasfemaba como un condenado. Entonces era presa de una especie de furor lúbrico que a veces resultaba peligroso. Por esto le gustaba tener entonces a su lado a aquella vieja Fanchón, quien poseía al máximo el arte de calmarlo, fuese ofreciéndose ella misma, fuese presentándole en seguida alguno de los objetos que dormían en su habitación.
Aquella noche el presidente recordó al instante algunas infamias cometidas con su hija al dormirse y para reanudarlas la reclamó inmediatamente pero ella no estaba allí. Júzguese la confusión y el ruido que suscita en seguida un acontecimiento semejante. Curval se levanta furioso, pide a su hija, se encienden velas, se busca, se registra, la muchacha no aparece. El primer impulse, fue pasar al aposento de las mujeres. Visitan todas las camas y la interesante Adelaida es encontrada por fin en bata, sentada junto a la cama de Sofía.
Estas dos muchachas tan encantadoras a las que les unía un carácter de ternura igual, una piedad, unos sentimientos virtuosos, de candor y de amenidad absolutamente idénticos, habían concebido la una por la otra la más bella ternura y se consolaban mutuamente de la suerte horrenda que las atribulaba. No se había sospechado de eso hasta entonces, pero las averiguaciones hicieron descubrir que no era aquella la primera vez que sucedía y se supo que la mayor le inspiraba a la otra los mejores sentimientos y sobre todo la alentaba a no alejarse de la religión y de sus deberes hacia un Dios que algún día las consolaría de todos sus males.
Dejo que el lector juzgue el furor y los arrebatos de Curval cuando descubrió allí a la hermosa misionera; la agarró por los cabellos, llenándola de injurias, la arrastró hacia su habitación, donde la amarró a la columna de la cama y la dejó allí hasta la mañana para que reflexionase sobre su locura. Todos los amigos acudieron a presenciar la escena; es fácil imaginarse cuán aprisa hizo inscribir Curval a las dos delincuentes en el libro de los castigos. El duque era partidario de una corrección inmediata, y la que proponía no era precisamente dulce; pero como el obispo le hizo alguna objeción muy razonable respecto a lo que quería hacer, Durcet se contentó con inscribirlas. No había manera de emprenderlas contra las viejas, puesto que los señores aquella noche las habían hecho ir a acostarse todas a su habitación. Esto puso de manifiesto pues, ese defecto de la administración y se dispuso que en lo sucesivo se quedara siempre al menos una vieja en el aposento de las mujeres y una en el de los muchachos. Volvieron a acostarse y Curval, a quien la cólera sólo le había puesto más cruelmente impúdico, hizo a su hija cosas que todavía no podemos decir pero que, al precipitar su descarga, por lo menos le hicieron dormirse tranquilo.
Al día siguiente todas las putillas estaban tan asustadas que no se halló a ninguna delincuente y entre los muchachos solamente al pequeño Narciso, a quien Curval había prohibido, desde la víspera, que se limpiase el culo, pues quería encontrarlo mierdoso a la hora del café, que el niño debía servir aquel día, y que desgraciadamente olvidó la orden y se limpió el ano con mucho cuidado. Por más que dijo que su falta era reparable, puesto que tenía ganas de cagar, le contestaron que se las guardase y que no por esto dejaría de ser inscrito en el libro fatal; acto que el temible Durcet efectuó al instante bajo sus ojos, haciéndole sentir toda la enormidad de su falta, que sería quizás suficiente para impedir la descarga del señor Presidente.
Constanza, a la que ya no molestaban respecto a eso a causa de su estado, la Desgrangés y Brise-Cul fueron los únicos que obtuvieron permiso para la capilla y todo el resto recibió la orden de reservarse para la noche.
El suceso de la noche fue tema de conversación durante la comida: se burlaron del presidente por dejar escapar de tal manera los pájaros de su jaula; el champaña le devolvió la alegría y pasaron al café. Narciso, Celadón, Zelmira y Sofía lo sirvieron; esta última estaba muy avergonzada; le preguntaron cuántas veces había sucedido aquello y respondió que era nada más la segunda, y que la señora Durcet le daba tan buenos consejos que en verdad era muy injusto castigar a ambas por eso. El presidente le aseguró que lo que ella llamaba buenos consejos eran muy malos en su situación y que la devoción que le metía en la cabeza sólo serviría para que se la castigase todos los días; que allí donde se encontraba no debía tener otros dueños ni otros dioses que sus tres compañeros y él, ni otra religión que la de servirlos y obedecerlos ciegamente en todo. Y, mientras la sermoneaba, la hizo hincarse de rodillas entre sus piernas y le ordenó que le chupase el pito, lo que la pobre pequeña infeliz ejecutó temblando. El duque, siempre partidario de joder entre los muslos, a falta de algo mejor enfilaba a Zelmira de esta manera, mientras hacía que ella cagase en su mano y devorando a medida que recibía, y todo esto en tanto que Durcet hacía que Celadón eyaculase en su boca y que el obispo hacía cagar a Narciso. Se entregaron a algunos minutos de siesta y, después, acomodados en el salón de historia, la Duelos reanudó su relato así:
El galán octogenario que la Fournier me destinaba era, señores, un contador, bajito, regordete y con una cara muy desagradable. Colocó una vasija entre los dos, nos situamos espalda contra espalda, cagamos ambos a la vez, él se apoderó de la vasija, con sus dedos mezcló las dos defecaciones y se las tragó, mientras yo le hacía eyacular en mi boca. Apenas si miró mi trasero. No lo besó, pero su éxtasis no fue menos intenso; pataleó, blasfemó mientras tragaba y eyaculaba, y se retiró después de darme cuatro luises por aquella extraña ceremonia.
Sin embargo, mi financiero cada día depositaba en mí más confianza y más amistad, y esa confianza, de la que no tardé en abusar pronto fue la causa de nuestra eterna separación... Un día en que me había dejado sola en su gabinete observé que, para salir, llenaba su bolsa en un cajón grande y enteramente colmado de oro. "¡Oh, qué captura!", dije para mis adentros. Y, concebida la idea de apoderarme de aquella suma desde aquel instante, observé con la mayor atención todo lo que podría facilitar que me la apropiara: D’Aucourt no cerraba aquel cajón, pero se llevaba la llave del gabinete y, al ver que aquella puerta y aquella cerradura eran muy ligeras, imaginé que necesitaría poco esfuerzo para hacerlas saltar con facilidad. Adoptado el proyecto, sólo me ocupé de aprovechar apresuradamente la primera vez que D’Aucourt se ausentase por todo el día, como solía hacer dos veces por semana, los días de la bacanal particular a la que iba con Desprès y el abad para cosas que la señora Desgrangés acaso les dirá, pero que no son de mi incumbencia. Aquel instante favorable se presentó pronto; los criados, tan libertinos como su amo, nunca dejaban de irse a sus juergas aquel día, de manera que me encontré casi sola en la casa. Llena de impaciencia por ejecutar mi proyecto, me acerco inmediatamente a la puerta del gabinete, la abro de un puñetazo, corro al cajón, encuentro en él la llave: como sabía. Saco todo lo que contiene; no era menos de tres mil luises. Me lleno los bolsillos, registro los otros cajones; encuentro un estuche muy valioso, me apodero de él. Pero ¡qué encontré en los otros cajones de aquel famoso escritorio!... ¡Feliz D’Aucourt! Qué suerte para ti que tu imprudencia sólo fuese descubierta por mí; había allí lo suficiente para hacerle condenar a la rueda, señores, es todo lo
que puedo deciros. Independientemente de los billetes claros y explícitos que Desprès y el abad le dirigían hablando de sus bacanales secretas, estaban todos los enseres que podían servir para aquellas infamias... Pero me detengo, los límites que me habéis prescrito me impiden revelaros más, y la Desgrangés os explicará todo eso. En cuanto a mí, realizado el robo, me largué estremeciéndome interiormente por todos los peligros a que quizás estuve expuesta frecuentando a semejantes malvados. Me fui a Londres y, puesto que mi estancia en aquella ciudad donde viví seis meses a todo tren no os ofrecería, señores, ninguno de los detalles que os interesan, me permitiréis que pase ligeramente sobre esta parte de los acontecimientos de mi vida. En París sólo había conservado el contacto con la Fournier y, al informarme ésta de todo el jaleo que armaba el financiero en torno a aquel desdichado robo, resolví por fin hacerlo callar, escribiéndole secamente que la que había encontrado el dinero también había encontrado otra cosa y que si se decidía a continuar sus persecuciones yo consentía en ello, pero que ante el mismo juez al que declararía lo que había en los cajones pequeños lo citaría para que declarase lo que contenían los grandes. Nuestro hombre se calló y como unos seis meses después estalló el escándalo de los desenfrenos de los tres, que a su vez huyeron al extranjero, no teniendo ya nada que temer volví a París y, si debo confesaros mi insensatez, señores, volví tan pobre como me había ido, de tal manera que me vi obligada a entrar de nuevo en casa de la Fournier. Puesto que sólo tenía veintitrés años, no me faltaron las aventuras; voy a dejar de lado aquéllas que no son de vuestra esfera y proseguir, con vuestra venia, señores, únicamente con aquellas que sé tienen para vosotros algún interés ahora.
Ocho días después de mi regreso fue colocado en el aposento destinado a los placeres un tonel completamente lleno de mierda. Mi adonis llega; es un santo eclesiástico, pero tan hastiado de los placeres que ya no era susceptible de conmoverse más que con el exceso que voy a describiros. Entra; yo estaba desnuda. Contempla un momento mis nalgas, luego, después de haberlas tocado con bastante brutalidad, me dice que lo desnude y lo ayude a meterse en el tonel. Lo dejo desnudo, lo sostengo, el viejo puerco se mete en su elemento y al cabo de un momento, por un agujero preparado, hace salir su verga casi en erección y me ordena que lo masturbe a pesar de las horribles inmundicias de que está cubierto. Obedezco, él sumerje la cabeza en el tonel, chapotea, traga, aúlla, eyacula y va a echarse dentro de una bañera donde lo dejo en las manos de dos sirvientas de la casa que estuvieron limpiándolo durante un cuarto de hora.
Poco después apareció otro. Ocho días antes yo había cagado y meado en un bacín cuidadosamente conservado; esta condición era necesaria para que los excrementos estuvieran en el punto que deseaba nuestro libertino. Era un hombre de unos treinta y cinco años del que sospeché que estaba metido en las finanzas. Al entrar me pregunta dónde está el bacín; se lo presento, él lo respira:
—¿Es cierto que hace ocho días que está hecho? —me pregunta.
—Puedo responderle de ello, señor —le dije—; ya ve que está ya casi mohoso.
—¡Oh! Es lo que necesito —me dice—; nunca tendrá demasiado moho para mí. Enséñame, por favor, el hermoso culo —que ha cagado esto.
Se lo presento.
—Vamos —dice—, colócalo bien enfrente, de manera que lo tenga como perspectiva mientras devoro su obra.
Nos colocamos, él saborea, se extasía, vuelve a su operación y devora en un minuto aquel manjar delicioso sin interrumpirse más que para contemplar mis nalgas, pero sin ninguna otra clase de episodio, pues ni siquiera se sacó la verga de la bragueta.
Un mes más tarde, el libertino que se presentó no quiso tratos más que con la propia Fournier. ¡Y qué objeto elegía, gran Dios! Tenía entonces sesenta y ocho años cumplidos; una erisipela le comía toda la piel y los ocho dientes podridos que le decoraban la boca le comunicaban un olor tan fétido que resultaba imposible hablarle de cerca; pero esos defectos precisamente eran lo que encantaban al amante con quien tenía que habérselas. Curiosa por semejante escena, corrí al agujero: el adonis era un médico viejo, aunque más joven que ella. En cuanto la tiene con él, la besa en la boca durante un cuarto de hora, luego le hace presentar su viejo nalguero arrugado que parecía la ubre de una vaca vieja, lo besa y lo chupa con avidez. Traen una jeringa y tres medias botellas de licores; el émulo de Esculapio mete por medio de la jeringa la anodina bebida en las entrañas de su Iris; ella la recibe, la guarda, mientras el médico no deja de besarla y lamerla por todas las partes de su cuerpo.
—¡Ah, amigo mío! —dice por fin la vieja mamá—. No puedo más, no puedo más, prepárate, amigo mío, tengo que devolvértelo.
El escolar de Salerno se arrodilla, saca de su pantalón un trapo negro y arrugado que sacude con énfasis, la Fournier le pega su asqueroso gran trasero sobre la boca, empuja, el médico bebe, algún pedazo de excremento se mezcla sin duda con el líquido, todo es tragado, el libertino descarga y cae de espaldas, borracho perdido. Era así como aquel desenfrenado satisfacía a la vez dos pasiones: su borrachera y su lujuria.
—Un momento —dijo Durcet—. Esa clase de excesos siempre me la levantan. Desgrangés —añadió—, supongo que tienes un culo muy parecido al que la Duelos acaba de pintar; ven a aplicármelo sobre la cara.
La vieja alcahueta obedeció.
—¡Suelta, suelta! —le dijo Durcet, cuya voz parecía ahogada bajo aquel duplicado de espantosas nalgas—.
¡Suelta, maldita, si no es líquido será sólido y me lo tragaré de todas maneras!
Y la operación termina mientras el obispo hace lo propio con Antínoo, Curval con la Fanchón y el duque con Luisona. Pero nuestros cuatro atletas, curtidos por todos sus excesos, se entregaron a éstos con su flema acostumbrada, y las cuatro cagadas fueron tragadas sin que se vertiese por ninguna parte ni una sola gota de semen.
—Vamos, termina ahora, Duelos —dijo el duque—; si no estamos más tranquilos, por lo menos estamos menos impacientes y nos hallamos en condiciones de oírte.
—¡Ay, señores! —dijo nuestra heroína—. Lo que me queda por contaros esta noche creo que es excesivamente simple para el estado en que os veo. ¡No importa! Le toca el turno a esta historia y debe conservar el lugar que le corresponde:
El héroe de la aventura era un viejo brigadier de los ejércitos del rey; había que desnudarlo del todo, después fajarlo como a un niño y, estando así, yo debía cagar en un plato ante él y hacerle comer mis excrementos con la punta de los dedos, como si fuese una papilla. Todo se ejecuta, nuestro libertino lo come todo y descarga en sus pañales mientras imita los lloros de un niñito.
—Recurramos a los niños, pues —dijo el duque—, ya que nos dejas con una historia de niños; Fanny —continuó el duque—, ven a cagarte en mi boca y acuérdate de chuparme la verga entretanto, pues todavía tengo que descargar.
—Hágase tal como se requiere —dijo el obispo—. Acércate, Rosette; ya oíste lo que le han ordenado a Fanny; haz lo mismo.
—Que la misma orden te sirva —dijo Durcet a Hébé, quien se acercó también.
—Hay que seguir la moda, pues —dijo Curval—. ¡Agustina! Imita a tus compañeras y haz, hija mía, haz que se viertan a la vez mi semen en tu gaznate y tu mierda en mi boca.
Todo se ejecutó y todo, por esa vez, resultó; se oyeron por todas partes pedos mierdosos y eyaculaciones y, satisfecha la lujuria, fueron a contentar el apetito. Pero en las orgías se quiso ser refinado y se mandó a la cama a todos los niños. Aquellas horas deliciosas sólo fueron empleadas con los cuatro jodedores escogidos, las cuatro sirvientas y las cuatro narradoras. Se emborracharon completamente y cometieron horrores de una asquerosidad tan total que no podría describirlos sin perjudicar los cuadros menos libertinos que todavía me quedan por ofrecer a los lectores. Curval y Durcet fueron llevados sin conocimiento, pero el duque y el obispo, tan serenos como si no hubiesen hecho nada, no dejaron de ir a entregarse por el resto de la noche a sus voluptuosidades ordinarias.

Marqués de Sade - Las 120 jornadas de Sodoma.Where stories live. Discover now