Capítulo 8

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Capítulo 8

No es que Nila no amase a su familia, pero cuando, al cabo de una semana, anunciaron que se iban, no pudo menos que alegrarse.

Amaba el ruido, a sus madres riendo, a su hermano gritando cuando su equipo hacía un gol, los sonidos que producían una casa. Pero no se había mudado a las afueras de la ciudad sin ningún motivo. La verdad era que anhelaba la tranquilidad, el estar ella sola.

Era un día viernes cuando abrazó a Milah, Sicilia y Ayan.

Los saludó con la mano mientras ellos se alejaban después de que les prometiera mil veces, literalmente, que se cuidaría.

Se sirvió una lata de coca-cola, sentía una melancolía cuyo origen no podía definir. Decidió que era momento de ponerse manos a la obra.

Miró por la ventana cómo las montañas se alzaban frente a ella mientras buscaba inspiración para su nuevo cuadro. Dio vueltas por la casa, por el patio, miró al cielo. Pero sólo la boca de Leandro le venía a la cabeza.

Se enojó consigo misma, no porque los labios de él ya eran un tema recurrente en sus pinturas, sino por permitirse que él la perturbe de esa manera.

Dejó que la furia la inunde, la alimente; eso la ayudaba a crear.

Cuando ésta llegó a su apogeo, apagó el celular (no quería que nadie la moleste), fue a su estudio, se puso los auriculares a todo volúmen, sacó una brocha mediana y dejó que sus emociones la guíen.

Se dejó llevar, por minutos, horas, días ¿quién sabía? ¿Cuándo había empezado? ¿Había comido? En su cabeza no había lugar para nada más que no fuese aquella idea que se había ido forjando en cada picelada.

Tenía la vista concentrada, por fin el cuadro iba tomando forma, sonaba su canción favorita...

Les había prometido a sus madres que se cuidaría y así lo hizo, es por eso que cuando Leandro le quitó el auricular de la oreja izquierda ella le devolvió el gesto con un puñetazo en la nariz.

–¡Mierda! –maldijo con un dejo de complacencia.

–Idiota –respondió él mientras se frotaba la nariz.

–¿Se puede saber qué haces acá? –preguntó levantándose del taburete y poniéndose a la defensiva.

–Estábamos preocupados Nila...

–Eso no contesta a mi pregunta –resopló Nila enojada.

–Hace tres días que no contestas el teléfono, tus madres se preocuparon, me pidieron que venga hecharte un vistazo, aunque no entiendo por qué –dijo mientras se frotaba la nariz.

Nila intentó contestarle, de repente necesitaba discutir. Pero se sintió mareada. Se llevó una mano a la frente justo antes de desplomarse en la butaca.

Leandro se alarmó y se sorprendió al verla tan vulnerable, la tomó entre sus brazos, consciente de que la amaba aún más al conocer esa faceta.

–¿Qué sucede? –preguntó con una voz que no era suya mientras le acariciaba la espalda.

Nila le quiso responder, pero no pudo, no sólo por el mareo y la falta de comida, sino por que en algún lugar recóndito de su ser debía admitir que por fin se encontraba en el lugar al que pertenecía. Y eso la asustaba.

Escuchó como Leandro la llamaba, en susurro, con una nota de miedo en su voz, abrió la boca para hablar, pero las palabras no salieron, sus parpados le pesaban... se dejó llevar por la oscuridad mientras el aroma de él, de su único amor, la rodeaba.

Estaba enojado, las latas de coca-cola en la encimera de la cocina le indicaba que Nila no había comido en los últimos 3 días. Claro que ella se podía cuidar de si misma, se dijo, mientras buscaba un poco de café, o podría llamar a uno de sus noviecitos para que le alcance algo para picar. Aunque pensándolo bien Nila era capaz de comerse sus propias zapatillas antes de admitir que necesitaba ayuda.

Pero eso iba a cambiar.

Encontró un poco de arroz y huevos. Los miró con desconfianza, porque era muy probable que hayan sido exportados por la URSS, de todas formas se arriesgó. La ciudad quedaba un poco a tras mano y Nila necesitaba comer. Apenas abriese los ojos, tendría ante ella un plato caliente de comida, no importaba que ella patalee o se enoje, como que se llamaba Leandro que iba a comer hasta el último bocado.

Abrió los ojos, estiró su cuerpo al tiempo que sonreía. Vaya que necesitaba un descanso.

Se incorporó intentando recordar cómo llegó hasta ahí. Hasta su cama, e incluso hasta su pijama.

Se llevó una mano al estómago cuando este se quejó. Se refregó los ojos con las manos intentando formular un pensamiento coherente cuando escuchó un ruido en la cocina. Sus sentidos se pusieron alerta, agarró un buclera como arma y bajó sigilosamente las escaleras.

–Debí imaginar que eras tú –dijo con un resoplido mientras se llevaba una mano al corazón.

–¿Para qué traes eso? –preguntó Leandro señalando la buclera.

–Para defenderme

–¿Con una plancha para el pelo?

–Es una buclera, y podría funcionar, ¿quieres probar?

–No gracias, ven siéntate, te calentaré un poco de arroz, deberíamos ir al supermercado.

–¿Deberíamos? –preguntó mientras miraba a su alrededor, intentando no sentirse conmovida por el hecho de que él no sólo se hubiera quedado, sino que además le hubiese cocinado.

–Si, me quedaré contigo unos días, tus madres están de acuerdo. Están arreglando mi apartamento.

Eso último era mentira, pero él conocía la historia de Sebastián y quería protegerla. Sus madres estaban de acuerdo.

–Te recuerdo que esta es MI casa, te haré saber cuando seas bienvenido. –Le abrió la puerta a modo de despedida. El se encogió de hombros y, sin decir nada, se fue.

Minutos después, luego del segundo plato de comida, seguía sintiendo la misma punzada de decepción que cuando lo vio marcharse.

Tenía la esperanza de que él se opusiera, o incluso la contradijera. Pero simplemente se encogió de hombros y se fue.

Pues eso es lo que haría ella, encogería sus hombros, y bloquearía cualquier pensamiento que tuviera hacia ese malcriado. Claro que lo haría.

Era un Andreotti-Gregorovich, y sabía como ser una caprichosa.

Y una obstinada.

Y había decidido que llegó el momento de sacárselo de la cabeza y del corazón.

Como que se llamaba Nila que lo haría.

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