11| LA ESPADA DEL ARCÁNGEL

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Mi día no podía mejorar más. Primero, mi nariz se rompió. Segundo, tuve que huir de un dragón y tercero, caer en el Río de los Lamentos, el río donde las almas del Infierno sufrían por toda la eternidad.

Sentía que miles de manos tiraban de mis pies y mi cabello. El agua estaba helada y por unos segundos no me molesto en lo absoluto estar ahí dentro. Ya necesitaba algo refrescante.

Intenté nadar hacia la superficie, pero era muy difícil cuando miles de almas me estaba gritando al oído y sujetaban fuertemente mis piernas. Cuando creí que me quedaría sin oxígeno, una mano tomó mi mano y alzó; y pude inhalar aire algo sofocada.

—Diana, vamos. No es hora de darse un chapuzón —dijo Samid aun agarrando mi brazo.

Lo fulminé con la mirada haciéndolo sonreír.

—Por si no te das cuenta, genio, resbalé.

Los dientes me castañeaban, Samid me llevó lejos de la orilla y camino hasta la pared mirándola fijamente, para así desaparecer a través de ella.

—Esto debe ser una broma —dije corriendo otra vez hacia la pared de tierra. Golpeé mi nariz, nuevamente, y bufé molesta al sentir que ésta me picaba por la cantidad de sangre que salía.

Al segundo intento traspase la pared.

Fue escalofriante atravesar la pared, encontrar todo oscuro y con olor a muerte. Lo otro más escalofriante era ver como mis amigos estaban llenos de sangre y con cara de pena. No había nadie vigilando, tampoco veía a Lucifer u otro demonio por ninguna parte.

—Bien, es hora —murmuré avanzando, pero Samid no me dejó avanzar. Otra vez.

—Espera, esas cadenas —susurró el pelirrojo.

Miré con más atención las cadenas que ataban mis amigos, me acerqué hacia ellos e intenté quitar las cadenas. Mi mano ardió al primer contacto. Comencé a maldecir como loca, haciendo que todos abrieran los ojos por el ruido.

—Diana, esas cadenas son de tipo cinco, casi indestructibles. Solo una cosa puede romperlas fácilmente —murmuró Samid, escuche un quejido por parte de Reyna.

—¿Samid? —preguntó ella mirando al pelirrojo.

—¿Qué tal, hermanita? —espetó sonriendo.

Intenté no vomitar, pero era algo difícil.

—¿Tú y la tabla son hermanos?

Me parecía imposible creer que la tabla y él fueran hermanos. No me cabía en la cabeza semejante locura. Samid parecía gentil y algo sádico, Reyna en cambio era una tabla y odiaba a todo el mundo.

Eran muy diferentes en todo el sentido literal, pero sí notaba un parecido en su físico. Desde sus facciones y pelo rojo, hasta que ambos eran vampiros.

—Además de porque somos los dos hijos de Lilith, la tabla y yo nacimos casi al mismo tiempo. Somos mellizos, por suerte yo me llevé todo el encanto y hermosura —dijo haciendo que su hermana gruñera. —También me llevé más trasero.

Ahora no es el momento.

—Deja de hablar y sácanos de aquí —dijo Reyna moviéndose más. A ella las cadenas no la quemaban, mi mirada fue hacia Uriel y Remiel. Sus muñecas y tobillos ardían, además estaban inconscientes.

—No podemos cortar las cadenas. Diana no puede tocarlas, además de que algo demoníaco tampoco las romperá —dijo Samid mirando con mucho interés a las cadenas.

—La espada que quebranta todo —murmuró Reyna, parecía haberle leído la mente a su hermano–. La espada más poderosa en todo los cielos.

Samid asintió mirando a la lilim.

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