El Caballero Negro. Parte 3

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Salió del ensueño cuando Dowald la sentó en la silla del caballo. ¡Mierda! Cerró los ojos bruscamente mientras él se sentaba tras ella. Había olvidado que estaban en una guerra y que Dowald estaba huyendo para salvar la vida. Se trataba de continuar la huida, no le estaba pidiendo permiso para continuar los avances amorosos.

Se sintió incómoda cuando él la abrazó para hacerse con las riendas. Se había quedado con ganas de más, de mucho más. El hecho de que él hubiera mantenido la sangre fría la llenó de rencor. Los hombres sólo pensaban con lo que tenían entre las piernas y, o bien estaba ante el único espécimen que no lo hacía, o ella no le atraía en absoluto. De cualquier manera, tenía cosas más importantes en las que pensar, pero comenzó a sentirse demasiado cansada para hacerlo. Dowald apoyó una mano en su frente y la obligó a recostarse contra él, abrazándola cálidamente.

– Duerme –murmuró contra su oído–. Vuelves a tener fiebre.

Se pasó buena parte de la tarde adormilada, sintiendo como caía en un profundo sopor para despertar sobresaltada entre los brazos masculinos. Cuando las últimas luces del día empezaron a desaparecer por el horizonte, estaban en otro bosque de coníferas.

Dowald Willen levantó el campamento en un pequeño prado rodeado de árboles a la orilla de un río. Breena, tumbada en el suelo, envuelta en la capa, vio con ojos adormilados y cansados como él aligeraba al caballo de la silla, las alforjas, su bolso y el bulto con su cota de mallas. Estiró una manta a su lado y sacó algo de comida de su alforja. Se sentó en la manta y, por primera vez desde que llegaron, la miró y, golpeando con una mano la manta, le indicó que se acomodara a su lado.

Breena obedeció, despacio porque estaba tan cansada que apenas podía moverse. Cogió el trozo de carne que le tendía y lo mordisqueó sin apetito. Una mano masculina le palpó la frente para controlar su temperatura y descendió hasta su mejilla pálida. Breena acarició la mano con su mejilla. Él se apartó de ella como si le molestara su contacto más allá de lo estrictamente necesario.

– ¡Come! Necesitas fuerzas para recuperarte.

Breena no supo en qué momento se quedó dormida. Tal vez lo había hecho con el trozo de carne en sus manos, o quizás a mitad de un mordisco. Sólo supo que cuando el hombre se tumbó a sus espaldas y la rodeó en un abrazo protector,  se sintió más tranquila y durmió profundamente toda la noche, sin sueños que la alteraran.

Sintió frío y se dio cuenta de que Dowald no estaba a su lado. Abrió los ojos. Comenzaba a ser de día. Sin moverse, puso en alerta cada uno de sus sentidos para descubrir su posición. No lo escuchó a sus espaldas y se preocupó. ¿La habría abandonado? Sus ojos detectaron un movimiento en la superficie del río y lo descubrió dándose un baño. Antes de que pudiera volverse o cerrar los ojos, Dowald emergió del agua completamente ajeno a los ojos femeninos que lo no le quitaban ojo. Breena tragó con dificultad y se encontró conteniendo la respiración mientras lo observaba detenidamente.

Él era el ejemplar de hombre más escandalosamente perfecto que había visto en su vida. Su cuerpo brillaba a la luz de los primeros rayos matutinos con el agua resbalando por su piel. El hombre era fibra pura, sin un solo gramo de grasa en todo su cuerpo musculoso. No pudo evitar admirar sus pies grandes. Las piernas musculosas que se tensaban mientras caminaba hacia donde había dejado su ropa. Sus ojos se abrieron por la sorpresa cuando se detuvo en el impresionante miembro relajado que descansaba en su entrepierna, durante un momento pensó, erróneamente, que estaba enhiesto.

Se ruborizó, sin atreverse a pestañear, imaginándose que ella lo excitaba hasta el punto de ponérselo duro y aún más grande, y que él la penetraba lleno de deseo por ella. Desechó la idea por inverosímil. Ese hombre de pura sangre jamás se fijaría en una mujer tan corriente como ella. Continuó recreándose la vista en su vientre plano. Subió por la tabletita de chocolate hacia sus costillas, el vello que crecía en el valle de un pecho musculoso y marcado. Se maravilló de las cicatrices que contó, algunas le parecieron heridas bastantes serias, que le recordaron que él era un guerrero.

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