PARTE 2 CAPITULO I

579 3 0
                                    

  A media mañana, Winston salió de su cabina para ir a los lavabos.

Una figura solitaria avanzaba hacia él desde el otro extremo del largo pasillo brillantemente iluminado. Era la muchacha morena. Habían pasado cuatro días desde la tarde en que se la había encontrado cerca de la tienda. Al acercarse, vio Winston que la joven llevaba en cabestrillo el brazo derecho. De lejos no se había fijado en ello porque las vendas tenían el mismo color que el «mono». Probablemente, se habría aplastado la mano para hacer girar uno de los grandes calidoscopios donde se fabricaban los argumentos de las novelas. Era un accidente que ocurría con frecuencia en el Departamento de Novela.

Estaban separados todavía por cuatro metros cuando la joven dio un traspié y se cayó de cara al suelo exhalando un grito de dolor.

Por lo visto, había caído sobre el brazo herido. Winston se paró en seco. La muchacha logró ponerse de rodillas. Tenía la cara muy pálida y los labios, por contraste, más rojos que nunca. Clavó los ojos en Winston con una expresión desolada que más parecía de miedo que de dolor.

Una curiosa emoción conmovió a Winston. Frente a él tenía a la enemiga que procuraba su muerte. Frente a él, también, había una criatura humana que sufría y que quizás se hubiera partido el hueso de la nariz. Se acercó a ella instintivamente, para ayudarla. Winston había sentido el dolor de ella en su propio cuerpo al verla caer con el brazo vendado.

—¿Estás herida? —le dijo.
—No es nada. El brazo. Estaré bien en seguida.

Hablaba como si le saltara el corazón. Estaba temblando y palidísima.

—¿No te has roto nada?
—No, estoy bien. Me dolió un momento nada más.

Le tendió a Winston su mano libre y él la ayudó a levantarse. Le había vuelto algo de color y parecía hallarse mucho mejor.
—No ha sido nada —repitió poco después—. Lo que me dolió fue la muñeca. ¡Gracias,camarada?

Y sin más, continuó en la dirección que traía con paso tan vivo como si realmente no le hubiera sucedido nada. El incidente no había durado más de medio minuto. Era un hábito adquirido por instinto ocultar los sentimientos, y además cuando ocurrió aquello se hallaban exactamente delante de una telepantalla. Sin embargo, a Winston le había sido muy difícil no traicionarse y manifestar una sorpresa momentánea, pues en los dos o tres segundos en que ayudó a la joven a levantarse, ésta le había deslizado algo en la mano. Evidentemente, lo había hecho a propósito. Era un pequeño papel doblado. Al pasar por la puerta de los lavabos, se lo metió en el bolsillo.

Mientras estuvo en el urinario, se las arregló para desdoblarlo dentro del bolsillo.
Desde luego, tenía que haber algún mensaje en ese papel. Estuvo tentado de entrar en uno de los waters y leerlo allí. Pero eso habría sido una locura. En ningún sitio vigilaban las telepantallas con más interés que en los retretes.
Volvió a su cabina—, sentóse, arrojó el pedazo de papel entre los demás de encima de la mesa, se puso las gafas y se acercó al hablescribe.
«¡Todavía cinco minutos! se dijo a sí mismo—,¡por lo menos cinco minutos». Le galopaba el corazón en el pecho con aterradora velocidad. Afortunadamente, el trabajo que estaba realizando era de simple rutina —la rectificación de una larga lista de números— y no necesitaba fijar la atención.
Las palabras contenidas en el papel tendrían con toda seguridad un significado político. Habíados posibilidades, calculaba Winston. Una, la más probable, era que la chica fuera un agente de la Policía del Pensamiento, como él temía. No sabía por qué empleaba la Policía del Pensamiento ese procedimiento para entregar sus mensajes, pero podía tener sus razones para ello. Lo escrito en el papel podía ser una amenaza, una orden de suicidarse, una trampa... Pero había otra posibilidad, aunque Winston trataba de convencerse de que era una locura: que este mensaje no viniera de la Policía del Pensamiento, sino de alguna organización clandestina. ¡Quizás existiera una Hermandad! ¡Quizás fuera aquella muchacha uno de sus miembros! La idea era absurda, pero se le había ocurrido en el mismo instante en que sintió el roce del papel en su mano. Hasta unos minutos después no pensó en la otra posibilidad, mucho más sensata. E incluso ahora, aunque su cabeza ledecía que el mensaje significaría probablemente la muerte, no acababa de creerlo y persistía en él la disparatada esperanza. Le latía el corazón y le costaba un gran esfuerzo conseguir que no le temblara la voz mientras murmuraba las cantidades en el hablescribe.

1984 George OrwellWhere stories live. Discover now