XI

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Hay un momento, un respiro..., un volátil pestañeo en nuestra historia que marca un antes y un después en la existencia de cada ser pensante sobre la tierra. El propósito sigue estando fuera del alcance de nuestro entendimiento; no hay explicación, ni lógica para lo que ocurre, en mi caso un completo misterio. Sin embargo, después de un tiempo con el peso de mi propio cuerpo deambulando sobre tierras extrañas es hora de despertar. No es un sueño, claro que no y, ciertamente la ciencia no está directamente conectada, oh no, realmente estoy ahí por los designios de la luna o de un reloj encantado...



En mi tiempo, sólo hay dos opciones por las que la gente termina uniéndose en matrimonio con otra persona. La primera, la más conocida de todas, la que sigue los preceptos de la moralidad y del dogma, aquellos cuyos sentimientos y la madurez suficiente y, luego de  unos años de noviazgo para  conocerse, deciden dar el siguiente paso. Y la segunda, la mayoría jóvenes imprudentes, los  que prefirieron menguar  su apetito sexual sin protegerse y después lamentarse de las consecuencias cuando ya es demasiado tarde y se ven obligados a comprometerse casi siempre por mandato de los padres de la novia, porque la chica  lleva ya   vida en el vientre.

En mi caso, nunca me cruzó por la mente verme en una situación como ésta. Casándome a la edad de 23, no con tantos planes a futuro y metas a corto plazo por hacer: graduarme por ejemplo y, después con el salario de un trabajo junto a mis ahorros,  viajar por el mundo en la búsqueda de oportunidades con las que pudiera mejorar  mis dotes teatrales. Creí que, sólo luego de ver cumplidos mis sueños, me convertiría en la esposa de alguien, siendo una mujer dichosa y plena, y... profundamente enamorada. Pero a veces las cosas no suceden de la manera que esperas; sobre todo cuando  el destino se empecina  en pasado en lugar de futuro,  obligada a casarme con un hombre al que no amo por su egoísmo y los intereses que rodean al  régimen gubernamental de la alta sociedad del año de 1856.

Se suponía que casarme sería una etapa en mi vida en la que deslumbraría de goce y exaltación desbocada, pero no  fue exactamente así. Durante toda la tarde,  con un nudo opresor en la garganta,  sonreí falsamente a la cumbre de la sociedad que desde luego se acercaban a felicitarnos por  la reciente unión. La ceremonia había sido muy sencilla, con  una recepción de pocos invitados, entre los que destacaban principalmente  los miembros del Parlamento; los Ancianos, pero también  jóvenes que gozaban de gran respetabilidad entre ellos; y  uno que otro nuevo rico, pero ningún funcionario o servidor público.  En algunos momentos,  cuando me quedaba a solas con Vicente, evitaba  tener contacto con él. Ni siquiera me atrevía a mirarlo a los ojos, y no por cobarde; temí que si lo hacía, sería capaz de clavarle el tenedor en el cuello y de ahí,  derechito a  presidio por intento de asesinato en contra del gran ducal. ¡Oh por Dios! Era increíble y al mismo nivel  inadmisible los instintos violentos que ese ser avaro y ruin despertaba en alguien más proclive  a la armonía.

El anhelo del tiempo © [ SERÁ RE-EDITADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora