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Según la mitología griega, los humanos fueron originalmente creados con cuatro brazos, cuatro piernas y dos cabezas. Zeus, atemorizado por su gran poder, los separó, condenándolos a vivir el resto de su vida buscando su otra mitad.

A decir verdad, este mito me parece fascinante. Todos lo son. Pero a juzgar por la idea es completamente ridículo.

En primer lugar, ¿No era que éramos únicos? Obviamente no. Seguramente hay alguien allá afuera igualito a ti, pero no lo suficiente. En segundo lugar, no me gustaría tener a alguien idéntico a mí deambulándome cerca. Soy bastante complicada. Y en tercer lugar, en el mundo no hay tantas naranjas a la mitad. Lo más cercano que pude encontrar son mis opuestos, está lleno de esos.

―Muchas Gracias Roma. Sabrán su nota al final de la hora. Hubo mejores que otros, pero en la poesía y el amor todo vale.

― ¿No era en la guerra, y el amor?

―A quién le importa. Por cierto, buen poema.

―Gracias Milo, fue un placer.

Trabajo. Mucho trabajo toma sentarse y escribir una poesía. Pero de la cabeza de Roma salían los más profundos pensamientos, que le mandaban la señal a sus manos, y ellas lo volcaban en un papel. El cerebro escribe y compone de acuerdo a nuestro estado emocional, nuestras emociones. ¿Es posible evadirlo? Casi nunca. No trates de cambiarlo. Cosas bellísimas pueden resultar.

―Adiós. ¿Te veo mañana?

―No lo creo. Tengo cita con el médico. Problemas de ser yo. Rio la chica mientras agitaba su mano.

Las zapatillas color amarillo estaban demasiado desgastadas por el uso, pero ella las seguía usando. Las adoraba tanto como escribir.

El camino a casa era encantador a pesar de ser siempre el mismo, con los mismos autos y las mismas casas amarillas. Esquivo todas las hendiduras de las veredas mientras su mochila se balanceaba en su espalda de arriba hacia abajo. Luego de unos minutos se cansó de tanto saltar y continúo caminando. Casi llegando a su casa, un auto color negro extremadamente lustrado le paso a toda velocidad. Sus cabellos rojizos volaron a la par del viento, al igual que su chaqueta de jean. Pensó en el o la idiota que estaba manejando ese auto. En su vecindario estaba lleno de niños pequeños, que el auto color negro podía atropellar como a un pequeño pájaro. El hombre se había encargado de aplastar a los pobres animales incluso teniendo la capacidad de volar, lo que no podía ser más anhelado por nuestra especie.

Uno, dos y tres escalones de madera subió hasta llegar a la puerta blanca. Saco su llave del bolsillo pequeño de la mochila roja y la abrió con calma. Todas las casas tienen un aroma característico. La de ella olía a canela, de los miles de frasquitos que su madre guardaba como decoración. Cuando se adentró por fin en su dormitorio, sintió otro aroma muy distinto. Era una fragancia más fina y juvenil. Como un perfume importado pero mucho más exquisito. Dejó su mochila en el escritorio de madera que había fabricado con dedicación su padre. No le había quedado de maravilla, e incluso estaba torcido, pero por el cariño que le tenía al hombre lo aceptó de todas formas. Logró recostarse suavemente en su cama, blanca y suave como una pluma. Su cabeza había comenzado a doler, como lo hacía frecuentemente. Eran punzadas repetitivas, pero Roma ya estaba acostumbrada, asique no le daba mucha importancia. Su madre, en cambio, ya estaba en el arco de la puerta preguntándole si se sentía bien. Contestó lo de siempre. La misma jaqueca la había venido a visitar por tercera vez en la semana, y comenzaba a preocupar a sus padres. Otra vez. La última vez que había tenido un episodio de esos había sido hacía dos años atrás. Cuando era apenas una niña, inocente y consentida.

Su madre, con una de sus esbeltas manos corrió un mechón de cabello rojo que se posaba en la frente de Roma. Quizá todo era una falsa alarma, y no había nada de que preocuparse. No sabía si podría soportar vivir eso de nuevo. Ese dolor inmenso en el pecho, la incapacidad de respirar, como si alguien te estuviese arrancando la vida al correr de un reloj de arena. Roma era lo único que el matrimonio tenía. No había otra familia directa, nadie con quien compartir las cenas de navidad. Únicamente una tía lejana, con la que no se trataban. La anticuada mujer se había pasado un año nuevo a festejar en la casa amarilla de Mérida y Ricky. Se había tomado el atrevimiento de conversar con Roma, y meterle en su pequeña cabecita ideas descabelladas y estereotipos estúpidos. La vieja tenía dos hijas mujeres, y las criaba como si fuesen al palacio real todos los días de su vida. Las pobres jóvenes no tenían la libertad de estirar sus piernas, o usar pantalones holgados. Lo único que hacían era asistir a clases de actividades propuestas por su madre, y arreglarse las uñas. El esmalte rosado siempre estaba intacto. Mérida, a diferencia, siempre le dijo a Roma que sea quien quiera ser, siempre y cuando conserve sus valores. Nosotros, los humanos, tendemos a seguir a la manada, y muchas veces no es la indicada. Nunca le prohibían nada, pero Roma, una joven inteligente, sobresalía sin siquiera intentarlo. Sus infinitas pecas y sus ojos cielos eran una belleza peculiar y difícil de ignorar. La habían tratado de persuadir y decirle lo contrario, pero todas las artimañas no habían surtido efecto.

Pasadas las cinco, el dolor de cabeza había disminuido ampliamente, probablemente se debía al puñado de pastillas que le había suministrado Mérida, pese a la insistencia de su esposo para que no lo haga, la mujer, sumida en su preocupación, lo ignoro olímpicamente. En cambio, le pidió que se dirija a la tienda, en busca de algún tipo de cena, ya que en tanto su nevera como repisas no había una sola cosa que no estuviese vencida. Podían ser muy descuidados a veces.

Ricky, resignado, tomó su auto y se encamino a una velocidad considerable. En el camino, paso la casa de los Turner, una de las familias adineradas de su barrio. Sus hijos habían revoloteado un par de veces con Roma, pero la niña se aburría tan rápido de personas como de juegos de mesa. Tadeo y Varek eran dos niños educados y modestos dentro de lo que se podía decir. Bien formados, y con un año de diferencia, haciendo a Varek mayor que Tadeo y Roma. Los había visto un par de veces en sus bicicletas, pero nunca habían tocado su puerta. En un momento llegó a pensar que quizá le temían a él. Ricky era un hombre gigantesco. Para los niños, su barba de color rojizo y el pelo en su pecho, eran suficiente razón para no buscar a Roma. El hombre, sin embargo, era de lo más encantador, un claro ejemplo de que las apariencias engañaban, pues lucía bastante rudo, y en realidad era divertido, sarcástico y cariñoso. Lo cual enamoro a Mérida una tarde en Reespy's and Beers. Se apareció con una camisa a cuadros ajustada a sus musculosos brazos, y el pantalón color caqui combinaba perfecto con sus botinetas marrones. Mérida, en el momento que lo vio supo que no era de ese pequeño pueblo en Inglaterra. Su cabello y barba colorada, junto con su acento, lo delataron. Muy sigilosamente se acercó a hablarle. Él le comentó que tenía pensado el mismo movimiento, pero le había ganado de mano. Fue atracción a primera vista. Sus almas conectaron en un santiamén al igual que su conversación, la cual fluyo toda la noche y nunca se tornó aburrida. Después de un año y medio ya estaban casados, y en camino a su luna de miel en Italia. Visitaron cada rincón, y en una de las ciudades, Mérida se enteró de que una diminuta criatura crecía en su vientre. Decidieron llamar a su hija como la ciudad italiana de monumentos y edificaciones, cargada de historia y cultura, Roma. Una de las más bellas en las cuales habían posado sus ojos.

Ricky siempre entendía y apoyaba a Mérida. Nunca le había levantado la voz, ni mucho menos una mano, eso no era de hombres le había dicho una vez su padre, y sí que no lo era. Tanto él como su familia eran de Aberdeen, Escocia. Se mudó a Inglaterra para continuar el negocio de licores de su abuelo, pero sin interés, comenzó a trabajar en un parque de atracciones, hasta que llegó a un zoológico como cuidador. Adoraba su trabajo tanto como a su familia. Mérida, al conocerlo ya trabajaba en un pequeño local del centro, que se llamaba Fixtures Collen, y reparaba artefactos dañados. Era una especie de ferretería y taller a la vez. Los dos lograban el ingreso suficiente como para mantener a su única hija, nunca se les dio tener otro, pero eran felices así, no necesitaban a nadie más.

Todos los caminos conducen a RomaWhere stories live. Discover now