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Después le llegó el turno al piso en el que me alojaría durante los meses que estuviera contratada, un piso que, como se me había explicado, se encontraba exactamente en la planta superior, encima de la librería misma.

Miranda Cowles no pudo acompañarnos a razón de que debía seguir trabajando, pero así y todo nos entregó las llaves de la casa y, tras darnos algunas indicaciones que yo apenas oí, nos permitió subir.

—No me cae mal —opinó Chester mientras subíamos las escaleras—, pero creo que necesita echar un buen polvo con urgencia. ¿Has visto cómo me ha mirado?

—Sí, lo he visto —regruñí de mala gana. Al momento me percaté de que no debía mostrar tan alegremente mi repulsa y añadí, en tono de burla—. Oye, si te apetece echarle un polvo, por mí adelante. No tengo ninguna pega.

Chester me miró un segundo como si hubiera dicho seriamente una barbaridad. Un instante después, tras darse cuenta de que yo hablaba en broma, lo que hizo fue explotar en una carcajada ronca y ruidosa.

—¡No me jodas, Mack! —exclamó—. Sería incapaz de hacer algo así.

—Permíteme que lo dude.

En ese momento hizo algo que, como ya era lo usual en él, me dejó sin aire en los pulmones: me cogió de un brazo, hizo que me girase y me miró con intensidad, sus ojos de lobo taladrándome el alma.

—Yo no me acuesto con cualquiera —me recalcó sin asomo de indecisión—. Nunca he sido de ese tipo de hombres, y nunca lo voy a ser.

—Tu aspecto y tu actitud dicen lo contrario —discrepé yo con un atrevimiento disparatado.

—¿Y qué quieres? ¿Que me vista de terno gris, me ponga una pajarita ridícula y vaya por ahí pavoneándome como un profesor universitario?

Le contemplé con una mezcla de osadía, comprensión y burla.

—Ni se me ocurriría pedirte algo tan insultante —me mofé.

Chester Henley sacó la lengua en un gesto de desdén, me soltó del brazo y me dejó continuar por el pasillo rumbo al piso.

Al entrar por la puerta, una vaharada de calor me abofeteó; las persianas estaban medio bajadas y, por tanto, allí dentro reinaba una pegajosa penumbra. La decoración de la casa era austera y sencilla, pero me agradó al momento. Todo tenía un encantador aire vintage que no necesitaba mucho más arreglo, lo cual quería decir, simplemente, que yo podía vivir allí sin precisar añadir mis propias cosas. No tendría que decorar ni que mejorar nada, ni tendría que cambiar de sitio los muebles, los cuadros o las lámparas. Absolutamente todo estaba donde debía estar, y eso me llenaba de una extraña sensación, mezcla de satisfacción y recelo. ¿Una persona como yo podía llegar a una casa ajena y sentirla suya nada más entrar en ella?

—Bonita choza —opinó Chester, contribuyendo así a mi desasosiego.    

Entre tú y yoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora