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Tras decirnos aquello ambos nos quedamos callados como muertos, cada uno atrapado en la vorágine de sus propios pensamientos e intentando desmigar bien las emociones que brotaban de ellos.

Aunque al principio aquel hombre se me había antojado engreído, insensible y poco reflexivo, ahora me daba cuenta de que lo que conducía la moto era un ser humano con su corazoncito y sus ideas propias, sus debilidades y su sorprendente capacidad de comprensión. Tal vez después de todo no fuéramos tan diferentes.

—¿Tú huyes de algo, Chester? —me atreví a preguntar, con una mezcla de timidez y osadía.

—Desde luego —corroboró llanamente.

—¿Puedo preguntar de qué?

—De mí mismo —dijo el hombre con la misma franqueza que antes.

De nuevo me asombraba la facilidad que tenía para hablar de cualquier cosa sin temor a meter la pata. Hasta ese momento me había avergonzado por tener una camioneta cochambrosa, halagado por mis posaderas, hecho poner en duda lo que realmente estaba haciendo y por qué, y confesado, con toda la tranquilidad del mundo, que lo que hacía él en aquel desierto abrasador era precisamente escapar de sí mismo. Y todo ello en una simple media hora de viaje.

¿Era posible que aún pudiese sorprenderme más? La respuesta acudió rápidamente a mi cabeza: sí, Chester Henley era muy capaz de dejarme con la boca abierta cuando menos me lo esperase.

A punto de preguntarle por pura curiosidad a qué estaba refiriéndose, alcancé a divisar unas luces en la calimosa distancia, una curiosa y sutil vibración a lo lejos que me indicaba que poco a poco nos acercábamos a un lugar habitado. Recordé entonces que mi teléfono móvil reposaba en las profundidades de mi bolso; seguramente ya dispondría de cobertura.

Abrí la boca para pedirle a Chester que detuviera la moto en la cuneta, pero algo de pronto me impidió hacerlo. ¿Podía ser el insólito deseo de continuar viajando con aquel hombre que en parte tanto me amedrentaba?

Un cartel roñoso junto a la carretera nos informó de que Plainview se hallaba a tres millas de allí. Noté que mis entrañas se retorcían.

Como si hubiera leído mis contradictorios pensamientos y sentido mis mismas emociones, Chester se aclaró la garganta y preguntó:

—¿Estás segura de que quieres que te deje en Plainview?

«No —pensé, luchando ferozmente contra mis propios anhelos—, no quiero que me dejes en la jodida Plainview.»

Sin embargo, mi estúpido orgullo de chica buena me obligó a responder otra cosa.

—Sí, estoy segura —comenté—. No quiero ser ninguna molestia.

—No lo eres.     

Entre tú y yoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora