15

2.4K 110 1
                                    

Cuando Chester, monstruosamente perfecto, limpio y afeitado, salió de la ducha, me limité a fingir una tranquilidad que estaba muy lejos de sentir.

Se me acercó con el musculoso torso desnudo, aún perlado de gotas de agua, y una simple toalla de color crema enrollada en la cintura.

—Buenos días, dormilona —me saludó con el encanto natural que le caracterizaba—. Te he traído el desayuno —añadió, señalando la bandeja que reposaba sobre la mesa—. Pensé que tendrías hambre cuando despertaras.

—Tengo hambre, sí —admití, contemplando la humeante taza de café que me esperaba junto a la cama—. ¿Tú has desayunado ya?

—Hace un buen rato —contestó Chester mientras se ponía la camiseta y, para mi pasmo, se quitaba la toalla, enseñándome el trasero sin ningún pudor. Por fortuna aparté a tiempo la mirada para evitar ver sus partes íntimas.

—¿Te importaría cortarte un poco? —protesté, con la cara vuelta a un lado.

—¿Es que nunca has visto un culo?

—Muchos, pero no en directo.

—Es uno como cualquier otro —se burló Chester, en tanto que se ponía los bóxers color granate—. Todos tenemos culo, nena.

—Eso no significa que haya que ir enseñándolo —dije encogiéndome de hombros.

Chester me miró como si yo acabara de contar la cosa más bizarra del mundo.

—¿Crees que soy de los que van enseñando el culo por la calle? —bromeó, conteniendo la risa.

—Eso no lo sé —me reí, volviendo a mirarle. Estaba segura de que en aquel momento un brillo de malicia asomaba a mis ojos—. ¿Lo eres?

—Bueno, puede que sí —respondió él, terminando de vestirse—. La gente no deja nunca de sorprenderte, te lo aseguro.

Alargué la mano y cogí la taza de café, dispuesta a darle un buen sorbo. El líquido cayó por mi garganta como fuego negruzco. Ardía.

—A ti no parece sorprenderte nunca nada —opiné tras reponerme de la impresión que me había causado el dichoso café.

—No estaría tan seguro si fuera tú —aseveró Chester con sinceridad.

—¿Y eso por qué?

—Porque tú me sorprendes, aunque no lo demuestre.

—¿Yo? —El pulso se me puso por las nubes—. No creo ser distinta de nadie, Chester.

—Pues lo eres, a tu manera.

—Estupendo, ahora resulta que soy un bicho raro.

—¡Oh, vamos! No me irás a decir ahora que eso no te gusta —se mofó Chester con una risita venenosa—. Admítelo, te pone a cien que los demás se den cuenta de que eres distinta.

Se me abrió la boca al oír aquello. Los ojos parecían querer salírseme de las cuencas. ¿De veras había escuchado bien?

—¿Que me pone...? —pregunté en un balbuceo, incapaz de acabar.

—Te excita que los tíos te vean especial —me explicó llanamente—. Anda, termina de desayunar. Yo te espero en la recepción.

Le contemplé con expresión cáustica. Su sonrisa insinuaba una profunda satisfacción: la de haber conseguido ponerme nerviosa. El muy sinvergüenza lo había hecho a propósito.

Yo, pese a darme cuenta de que su maniobra había hecho el efecto deseado, no reaccioné en el mismo momento, sino estúpidamente tarde. Para cuando tuve en la boca la contestación perfecta, Chester ya había salido de la habitación para esperarme abajo. 

Entre tú y yoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora