IV

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Una iglesia casi derruida coronaba el norte magnético de la plazuela. No se encontraba pintada, simplemente estaba tarrajeada. Lo que mejor se conservaba era la alta torre del campanario. La pieza que ocupaban las dos campanas a unos metros de la cúspide era visible desde la montaña Q, cuando el sol ofrecía más fiera resistencia contra la niebla. Pero este no era uno de esos días. En la puerta de la iglesia el niño se había detenido. Cuatro feligreses dentro del templo, los cuatro arrodillados: dos llorando, dos cantando a corazón batiente. El sacerdote que oficiaba la misa tenía un semblante grave y decidido. A la fe que ardía en su pecho conseguía expulsarla navegando en la saliva de cada solemne frase que arrojaba sobre los fieles. Algún jorobado trepaba las escaleras hacia el campanario. Los feligreses que lloraban habían empezado a abrazarse y secarse las lágrimas el uno al otro, hasta chorrear nuevamente una cascada lacrimal desde las córneas. Los que cantaban tenían los cachetes enrojecidos por la bravura y convicción de sus potentes cantos. El jorobado llegó al campanario. La paz de la tarde, cuando ya las sombras habían avanzado un poco, se vio removida por el doble estruendo de las gloriosas campanas de la iglesia. Súbitamente, los feligreses y el sacerdote dirigieron su atención hacia la puerta, sin dejar de dedicarse a sus oficios. Los que lloraban vieron sus lágrimas petrificadas de amarguísimo sabor, y sintieron congelado el fraterno abrazo. A los que cantaban se les estrujó la garganta y sus cuerdas vocales perdieron tensión y ánimos, lo mismo que la bravía de sus fanáticos espíritus. El sacerdote, en un arrebato de truculenta sinceridad, maldijo a la Santísima Trinidad y ofreció su alma a los abismos. El jorobado reía estúpidamente, embrutecido por el doble tronar de las campanas. Un helado viento cerró las puertas de la iglesia de un golpe seco.


EL NIÑO QUE ARRASTRABA LA CAJAWhere stories live. Discover now