LA DAMA DE PANTOMIMA

21 0 0
                                    

Ilustrado por Erik Durán Escoto


Una luz le encendía la piel como si fuese una hormiga. El brevísimo silencio le dejaba nadar en la oscuridad sin temor alguno, sintiendo cómo su maquillaje escurría por el cuello, en diminutas gotas blancas que le dejaban senderos por las arrugas, marcas de sus experiencias como mimo. Los carteles rodeados de focos pequeños se habían apagado para agregar aún más dramatismo a la pantomima. Todo y todos estaban en silencio, menos su corazón.

Estaba por debajo del telón de terciopelo donde, entre sus pliegues, se encontraban las miradas de todos sus compañeros.

Él, Louis, era el último de aquella noche del vodevil, y su acto era el más ansiado desde ya hacía un año, desde que usó por primera vez a las personas del público para su acto; lo volvía un show imperdible, divertido y, a veces, desconsolador. Jamás se sabía con certeza qué tenía preparado bajo la manga. Bien podía hacer reír con sus ocurrencias a los hombres mayores, como podía hacer llorar a más de un alma con la fingida, pero abrupta, muerte de un niño.
Era un maestro de los movimientos improvisados, de la expresión corpórea, del espectáculo y la valentía de ser completamente diferente en cada acto.

Sus ojos poco podían ver sumergidos en la intensa luz que lo bañaba, pero sabía perfectamente a dónde mandar la señal para que el maestro de piano comenzara la melodía, improvisada como él. Ellos, el pianista y el mimo, tenían que comprenderse de tal manera como si fueran uno solo. Si Louis decidía ser purgante con la tristeza, François lo tenía que ser también, apenas viéndolo de reojo, de rato en rato.
Lanzó la señal con su mano derecha, cubierta de un guante blanco y liso, y François comenzó a tocar.
La melodía era, como al inicio de cada una de sus funciones, bastante neutra y armoniosa. Era una marcha simple que hacía que Louis caminara al centro del ruedo y mostrara su pálida apariencia ante todos los espectadores. Su único acompañante, más allá del sonido de un piano, era un haz de luz que se encargaba de encerrarlo en un tubo traslúcido del que él no podría escapar durante unos 15 minutos. Aquello le hacía sentir encerrado, sí. Pero, sobre todo e irónicamente, libre.

Un breve aplauso de bienvenida al actor le dejó ponerse de rodillas para saludar a su aclamado público. Hacía una muy discreta alabanza y se volvía a poner de pie. Era característico de él.
Sobre sus pies, alcanzó a sentir cómo sus botines raspaban con la arena verde guardándosele entre las grietas de sus suelas. Si hacía movimientos bruscos, ésta se alzaba y dejaba una nube, que se reflejada con las luces de colores de la torre. Se veía como un fantasma surgiendo del suelo. Pero él no tenía que hacer eso, sino moverse de tal manera que él y sólo él, fuera el show.

Se raspó entre los dedos, levantó la mirada sin poder ver nada y sonrió. Así comenzaba el gran acto de Louis Deburau, quitándose el sombrero clásico y tomando una flor de la mesita, fiel sirviente a sus desconcertantes ademanes. Paseaba la rosa por todo su cuerpo, haciendo unos gestos hilarantes y afeminados, intentando seducir de risa a los hombres más machos de la primera fila. La gente reía y se tapaba la boca, ahogada por la picardía de las miradas de Louis. El show sería cómico y François tocaba la melodía a ende. Los compañeros del vodevil miraban impresionados, como siempre, la maestría y facilidad con la que aquél mimo se desempeñaba; hubiese sido un error dejarlo ir hace 5 años, cuando tenía su crisis creativa y de mediana edad.
Tropezones que dejaban en posturas comprometedoras y perversas al mimo, hacían que ya algunos soltaran las primeras lágrimas envueltas en apretujones de estómago. Las luces azules y rojas a contra-esquina, hacían un ambiente llamativo, confundiblemente infantil. Parte de la arena se le pegaba al maquillaje y él hacía, de broma, que le entraba a los ojos: Tomaba un poco, lo lanzaba por el aire, encima de su cabeza, y antes de que le callera, salía estrepitosamente corriendo y resbalando a propósito, llenándole el cuerpo de suelo. Sus bromas cabían en la simpleza pero ocurrente genialidad. Sus movimientos ondulados y caricaturescos, hacían que hasta el vendedor de entradas gozara de poder trabajar ahí, sin querer su jornal. Era realmente divertido, sólo era el inicio.

Ambiente AmoWhere stories live. Discover now