6 de Septiembre, 2007 | Rutherford

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Sólo bastó un pitido de la alarma, para que Rutherford saliese de su estado de hibernación y se revolviera entre las sábanas como una oruga en su crisálida.

No quería despertar, y mucho menos quería que su cuerpecillo de trece años de antigüedad dejara de estar tapadito y calentito. Sólo quería dormir unos minutos, unas horas, unos días más. Incluso con un segundo le bastaba...

— ¡Rutherford, muchacho!—se escuchó una voz femenina gritar, desde algún punto lejano— ¡Es hora!

No. Unos minutos más.

Había estado teniendo un sueño espectacular, donde con una AK 47 se dedicaba a matar sandías mutantes en un mundo apocalíptico que, extrañamente, era igualito a Disneylandia. El ratón Mickey y la pata Daisy batallaban junto a él usando sus atuendos de safari y se dedicaban a tirarles insecticida a las frutas asesinas, debilitándolas. Había sido fantástico. Si pudiera volver...si pudiera apuntar más sandías...

— ¡Rutherford Keller, saca el culo de la cama de una buena vez!—la mujer volvió a chillar, esta vez mucho más cerca y con pasos acompañándola.

Se escuchó un estrépito muy fuerte, similar al que emitiría una puerta que está siendo aporreada y, a continuación, se oyeron pasos firmes atravesando la habitación. Rutherford sintió como alguien tironeaba las colchas de su cama, dejándolo acostado en posición fetal sobre el colchón de su cama; únicamente vistiendo sus calzoncillos a cuadros.

Sabiéndose expuesto, abrió los ojos de golpe y sólo atinó a colocarse una almohada en sus partes bajas, mientras su cara se encendía como una caldera. A los pies de su cama, una mujer tan flaca como una escoba y con una densa cabellera rosa, sonreía con satisfacción.

— ¡Mamá!—gritoneó abochornado, mirándola con mala cara. Ella sostenía la ropa de cama con los dos brazos y en sus ojos se notaba una maldad que, para Rutherford, no se veía para nada maternal— ¡Un poco de privacidad!

—Tendrás privacidad el día que te levantes cuando la alarma te lo dice, muchacho—respondió ella con calma, dejando las sábanas sobre una orilla del colchón, al tiempo que ponía los brazos en jarra y le echaba un vistazo a la habitación con la ceja levantada—. No puedo creer que nos mudásemos hace una semana y tú ya hayas logrado hacer de este lugar un basural.

Rutherford bufó. No podía negar que, efectivamente, el cuarto estaba hecho un asco. Había envoltorios de chocolates regados por toda la alfombra y todas las cajas de mudanza, que contenían sus cosas, estaban apiñadas en el mismo lugar en el que las había dejado hacía siete días, cuando habían llegado al pueblucho Bakley.

Aun así, como buen preadolescente, no tenía ninguna intención de darle la razón a su madre.

—No fui yo. Fue Salem.

Su madre frunció el cejo, casi ofendida de que estuviese usando al gato de la familia como excusa.

—No te atrevas a culpar a tu hermano de esto, ¡como si el supiera abrir latas de refresco!—declaró, acercándose un poco a una de las cómodas del cuarto, señalando el recipiente de metal de una Pepsi que Rutherford había bebido el día anterior. Aparte de tener basura, el estante estaba lleno de los modelos a escala que él hacía casi con manía, desde que tenía memoria. A pesar de tener la lata, era lo más ordenado e impoluto de toda la habitación—. No he logrado sacarlo del techo; creo que le asusta todo esto de la casa nueva.

—¿Será porque es una bola de pelos detestable?

Su madre le lanzó una mala cara.

—Esa bola de pelos lleva más años en esta familia que tú, muchacho—lo reprendió su madre. Luego, lo miró y, al notar que seguía acostado, con la almohada en la entrepierna lanzó un gruñido exasperado—. Báñate de una vez y apúrate para el desayuno. Tu padre ya se fue al trabajo, por lo que adivina quién será tu conductora—esperó que Rutherford respondiera algo animoso, pero al ver que lo único que se pintaba en su rostro era una máscara de horror, puso los ojos en blanco—. Hice waffles. No tardes, que se enfrían.

La Teoría de las ManzanasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora