Capítulo 1 - Parte 1

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Estaba avanzado el año 1947 y hacía dos días escasos que el avión experimental Bell X-1, al otro lado del océano atlántico, había sido el primero en rebasar la barrera del sonido oficialmente. Aquel viaje, que llevó al piloto estadounidense Charles Elwood Yeager a la gloria y que lo hizo entrar en los libros de historia, era todo lo contrario al que yo había emprendido unas horas atrás y que me alejaba, como a un exiliado, de Madrid, la ciudad que me había visto nacer y de la que nunca me había alejado por espacio de más de dos días. Aquel tipo se convirtió en un héroe casi al mismo tiempo en que yo caí en desgracia.

Dos semanas atrás, yo era todavía un reputado investigador del Cuerpo General de Policía, con un expediente sin tacha y sin ningún motivo para sospechar que el destino —o, con toda probabilidad, alguien que no me profesaba aprecio alguno— me tenía reservada una desagradable sorpresa. Pero aquella etapa había terminado para mí hacía unos días, tras ser expedientado y humillado públicamente. El telón había caído y las luces habían dado paso a la oscuridad creciente de un atardecer que anunciaba tormenta. La vergüenza, la incomprensión y la impotencia, como oscuras Erinias escoltando al reo hasta el verdugo, me acompañaban en el asiento de atrás de aquel taxi, rumbo al nuevo destino que me había sido asignado y por el que no sentía el más mínimo interés.

—¿Va usted cómodo? —preguntó el taxista, masticando el palillo que sujetaba entre los dientes mientras me observaba sin disimulo a través del espejo retrovisor. Yo, sumido en amargos pensamientos, con la vista desenfocada y perdida en el paisaje teñido de amarillos y ocres otoñales que se sucedía al otro lado del cristal, me limité a asentir como un autómata.

Era la primera vez que abandonaba Madrid, la ciudad que, se podría decir, me había convertido en el hombre que era. Pero la razón de mi patente melancolía no era tan solo el dejar atrás todo lo que conocía sino que, a medida que se acortaba la distancia con el lugar al que nos dirigíamos, iba asimilando la realidad: que aquel no iba a ser un viaje de ida y vuelta. El pequeño pueblo al que había sido destinado, y del que no había oído hablar en la vida, iba a ser mi nuevo hogar durante mucho tiempo.

—¿Qué le lleva a un pueblo como Rostolls, caballero? —continuó hablando el chófer, como si no le importara ser ignorado. Naturalmente, cabía la posibilidad de que le gustara escuchar su propia voz con tal de amenizar el trayecto —. ¿Negocios o placer?

Aquella última pregunta la formuló levantando más la voz y volviéndose a medias hacia mí en el asiento. Aquel movimiento, que percibí desde los límites de mi ángulo de visión, me devolvió a la realidad y me obligó a dejar para más adelante el ataque de autocompasión en el que me había sumergido voluntariamente.

—¿Perdón? —murmuré, tratando de recomponer la expresión apesadumbrada de mi rostro.

—Por la cara que trae, amigo, me temo que solo pueden ser negocios —dijo, volviendo a su posición una vez hubo conseguido su objetivo, que no era otro que iniciar una conversación. Luego me clavó una mirada inquisitoria, aunque contradictoriamente amable, a través del espejo retrovisor —. ¿Tan mal está la cosa?

—Discúlpeme, me temo que no estaba prestando atención —me excusé, aturdido —. Hoy tengo demasiadas cosas en la cabeza.

—No se disculpe, caballero, estoy acostumbrado —dijo en tono conciliador, y luego soltó una carcajada —; de hecho, si me hubieran dado un céntimo cada vez que he escuchado esa frase en boca de alguien, ya sería rico.

El hombre continuó hablando solo, y yo volví a abstraerme. No era mi intención ser descortés, pero no me pareció que aquel individuo necesitara realmente de mi participación para seguir dándole a la húmeda.

* * *

Los chirridos de los frenos me despertaron súbitamente unas horas después, al detenerse el automóvil en el centro de una pequeña plaza adoquinada, iluminada a duras penas por la tenue luz de las viejas farolas de hierro forjado situadas en cada una de sus esquinas. Me había quedado dormido durante el trayecto, sin darme cuenta, y la noche estaba ya avanzada; aun así, el chófer, infatigable, seguía hablando animosamente consigo mismo mientras se bajaba del vehículo y se dirigía hacia el maletero. Yo, en cuanto me hube despejado un poco, recogí mi cartera y la chistera del asiento de al lado y me apeé sin ninguna prisa, abatido, y en el momento de poner un pie en el suelo me despedí mentalmente, por última vez, de mi amada Madrid. En ese momento no tenía ni idea de cuánto llegaría a extrañar sus calles y a sus gentes, aunque la añoranza ya golpeaba con fuerza mi corazón.

El sonido del oleaje, a lo lejos, y el olor a mar y a estiércol, me hicieron reaccionar un instante después, confirmándome que lo poco que había averiguado sobre mi nuevo destino era correcto. Me consoló comprobar que, pese a todo, no había perdido mis dotes de detective, y aquello mitigó un poco el dolor que me había acompañado las últimas semanas.

De aquel pueblo apartado, de sonoro nombre, la única información que tenía, además de que no aparecía en la mayoría de los mapas, era que se trataba del típico pueblo costero, cuyos habitantes, poco más de quinientos, vivían casi exclusivamente de la pesca y la ganadería.

—Pues bueno, caballero, ya está usted en Rostolls. Sano y salvo —dijo el taxista, volviéndose hacia mí con una sonrisa de satisfacción mientras se apoyaba en el enorme baúl que había logrado al fin desenganchar y bajar del maletero. En él estaban todas mis posesiones: los recuerdos de toda una vida. Observando el equipaje me dí cuenta, al fin, de que sin mi puesto de trabajo en Madrid y habiendo muerto mi madre el año anterior, ya nada me ataba a la ciudad de la que nunca hubiera imaginado que acabaría teniendo que alejarme, mucho menos en las condiciones en que lo había hecho.

Asentí con la cabeza y luego me volví para observar el edificio que teníamos justo enfrente. El hostal, de paredes gruesas y ligeramente inclinadas, formadas por grandes piedras de tamaños dispares, con mosquiteras cubriendo todas las ventanas y cubierta por un tejado de pizarra, era la típica casa de pueblo, más antigua que Nerón, e iba a ser el lugar donde iba a vivir por un tiempo indeterminado, hasta encontrar algo más adecuado a mis necesidades.

—¿Quiere que le acerque esto a la puerta, amigo? —preguntó el chófer, señalando el inmenso arcón que tenía a sus pies.

—No, gracias. Ya lo entrará el mozo de la hostería —dije, mientras buscaba el monedero en el interior de la cartera —. Ya ha hecho usted bastante. ¿Cuánto le debo, buen hombre?

—Serán veinte pesetas, caballero —dijo, extendiendo la mano mientras observaba por encima de mi hombro la fachada del edificio. De repente, mientras yo extraía un par de billetes del monedero, la expresión confiada y habitualmente risueña de su rostro cambió, ensombreciéndose, y sus ojos se achicaron de puro miedo.  Sin previo aviso, en el momento en que empecé a volverme para comprobar qué había a mi espalda, me arrebató el dinero de las manos con un rápido movimiento y saltó al interior del vehículo, sin tan siquiera comprobar que el importe fuera el correcto.

Antes de que pudiera reaccionar, el viejo Hispano-Suiza arrancó con un atronador rugido y, tras dar la vuelta a la plaza, se perdió en la oscuridad a toda pastilla.

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⏰ Last updated: May 05, 2014 ⏰

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