Parte 1 Sin Título

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            I

¿Y ahora?, me pregunté, con el arma en la mano y ese cuerpo sangrante y tieso derrumbado sobre la alfombra, manchada de rojo carmesí.
Cuando ví la pistola 22 apretada en mi diestra, la arrojé, sin entender qué hacía en ese lugar, en esa situación, a esa hora. Ni siquiera sabía quien era esa mujer que yacía en el suelo, perforada por una ráfaga de disparos a quemarropa.
Tenía un tremendo dolor de cabeza. No recordaba cómo había llegado hasta ese departamento ni en qué fatal instante apreté el gatillo del revólver.
¿Y ahora?, pensé nuevamente... y no hallaba respuestas.

Miré en derredor, con desesperación. Mis piernas temblaban espasmódicamente. Mi viejo tic nervioso reapareció en mi párpado izquierdo, como si un pequeño anzuelo, enganchado al párpado, fuera impulsado hacia arriba y hacia abajo con rápidos movimientos por una mano invisible.
Mi primer impulso fue escapar a toda prisa, pero un rayo fugaz de lucidez clavó mis zapatos al piso y observé el ambiente con una tenue luz de frialdad.
Si bien mi memoria parecía empantanada en un rapto de anestésica lobreguez, como si alguien hubiese reseteado mi disco rígido, intenté hilvanar las escenas secuenciales probables que me condujeran a aquel pavoroso hecho, del cual en realidad nada podía desentrañar.

La verdad es que, a ciencia cierta, tampoco tenía ninguna certeza de haber sido yo quien perpetrara aquel bestial homicidio. Pero mis huellas se hallaban en el arma y tal vez... ¡Oh, Dios!... en toda la casa...
Fui a la cocina y tomé un trapo, que humedecí en la bacha de la mesada. Limpié el arma y la guardé en mi campera. Vi dos copas con restos de vino en la mesa vitrada. Sin dudas en una de ellas había bebido y, por ende, había dejado mis huellas. Por las dudas limpié ambas.
Pero no podía tener ninguna seguridad de qué objetos había tocado. No podía recordar absolutamente nada. ¿Cómo era posible? ¿Tendría algo aquella bebida? ¿Alguna droga misteriosa que me impulsó a cometer aquel asesinato?
Con el trapo humedecido limpié la mesa, luego la proximidad del cuerpo, el picaporte de la puerta, y de la otra puerta que iba a la cocina, y de la que conducía al dormitorio... ¡Diablos! Limpié el sillón y el mueble de algarrobo y las sillas...
¿Y si llamaba a la policía? ¡No, qué imbécil!... ¿Y qué les iba a decir? "Si, mire, señor policía, estoy acá con una mujer asesinada, en un charco de sangre, con el arma en la mano... pero mire que yo no fui... Es más ni recuerdo haber llegado hasta aquí ni sé quien es esta persona." En fin... Una estupidez... Hasta la silla eléctrica no paro con esos argumentos.
Sólo podía correr cuanto antes de aquel lugar. Estaba decidido. Pero antes ingresé al baño. Me estaba orinando a tal punto que parecía que mi vejiga estaba por estallar.
Pero al ingresar al baño, me quedé helado de espanto. En el espejo que estaba sobre el vanitory, con una letra tortuosa y chorreante, escrito con sangre podía leerse:

"Colosenses 3:5"

Me quedé absorto y aterrorizado unos instantes. No entendía qué estaba sucediendo.
Corrí como un loco escaleras abajo y salí a una avenida ancha y transitada. Me costó mucho tiempo darme cuenta dónde estaba. Avenida Córdoba... Galerías Pacífico... Buenos Aires...

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