—¡Abrid paso! —gritaba Mugen a cualquier aldeano que se interponía entre los chicos y los soldados—. Soy un Daikuji, si no me dejáis pasar os arrastraré hasta la muerte.

Mugen era impulsivo por naturaleza pero, también, quería mucho al Shina y Kenji podía ver el sufrimiento y la desesperación en los ojos de su mejor amigo.

—Cálmate, Mugen —pidió el hijo de Orusa—. Esta gente no tiene la culpa.

Como buen noble, Kayami Kenji, consideraba a todos los que le rodeaban como inferiores; gente sin familia ni apellido. Mugen no era así, durante toda su vida se había mostrado mucho más cercano al pueblo llano que a las cortesías de la nobleza.

Mugen lo miró y se mordió el labio.

—Tú primero, Kenji —decidió el Daikuji—. Pero se efectivo, no me gustaría llegar tarde.

Kenji, con extrema educación y astucia, fue apartando uno a uno a cuantos pueblerinos y curiosos encontrase. Cuando llegó a las espaldas de un samurái, hizo un gesto de reverencia; el noble guerrero pertenecía a la familia Nagashi, al igual que el daimyo.

—Soy Kayami Kenji, necesito ser informado de lo que está ocurriendo —aun era un niño, pero el apellido Kayami tenía una gran influencia.

El samurái miró de un lado a otro, hasta que señaló la entrada del palacio Kayami. Kenji se fijó detenidamente hasta que pudo ver una figura que bajaba, tambaleándose, y siendo apedreado por la plebe.

—¡Asesino! —gritaba el gentío.

Kenji agarró la mano de su amigo y lo arrastró hasta una zona más cercana a Shina Gildarts; el majisho del vacío caminaba por la calle principal, escoltado de cuatro samurái. Ninguno de ellos lo miraba.

—¡Gildarts! —gritaba Mugen, intentando hacerse de notar en la multitud—. ¡Gildarts, aquí!

El majisho no escuchaba los gritos de su apadrinado; el Daikuji se dejaba la voz en el intento, pero la persona más importante de sus vidas, ni siquiera podía escucharlos.

—Mugen, por aquí —dijo, decididamente, Kayami Kenji—. Vamos a llegar hasta él.

«Gildarts no me mentiría, si hablo con él sabré la verdad; podré convencer a nuestro señor de que ha cometido un grave error».

La gente seguía tirando hortalizas y piedras a Gildarts; ni los intentos de los samurái pudieron hacer nada. Gildarts hincó la rodilla, fruto de un golpe en la cara.

—¡Tú! —Mugen se abalanzó sobre el responsable, agarrándole del cuello—. ¿Cómo te atreves a tirarle una piedra a Gildarts?

—Quiere matar a nuestro señor —argumentó el hombre de mediana edad—. Deberían colgarlo por traidor.

Kenji detuvo el puño de Mugen, antes de que impactara en la cara del plebeyo.

—Mugen —llamó la atención a su compañero de armas—. Gildarts no nos educó para esto.

Cuando los dos alumnos del templo vieron una pequeña obertura entre el mar de piernas, se metieron a toda velocidad; Mugen era más torpe que el Kayami en ese aspecto, pero Kenji logró sacarlo antes de que la multitud lo engullera.

Estaban a escasos metros de Gildarts que se acercaba, con la cara llena de sangre, hacia ellos.

—Dime que es mentira —suplicó Kenji, cuando pudo ver los ojos del majisho—. Tú nunca harías algo así.

El prolongado silencio de Gildarts, oprimía el pecho del Kayami.

—¡Gildarts! —chilló Mugen, casi echando a llorar.

El legado de Rafthel II: La danza del fuegoWhere stories live. Discover now