1. Corazones y Sueños Rotos

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Hacía apenas unas horas que Ariadna se había convertido en hija única. De la mañana a la noche despertó con las risas de su hermana pequeña al otro lado del teléfono, y se acostó junto a la fría soledad de una cama vacía ocupada por un recuerdo demasiado reciente.

Ari llevaba meses rechazando la invitación de su hermana para acudir a visitarla a Edimburgo, ciudad a la que se había mudado hacía ya un año y en la que vivía junto a su chico, un escocés llamado Beathan. Ahora ya no podría visitarla nunca más, ni allí ni en ningún otro sitio, y eso era algo que la estaba consumiendo por dentro. ¿Cuántas veces le había pedido la pequeña Iveth, suplicado incluso, que fuera a pasar unos días con ella? ¿Cuántas imágenes de tentadores paisajes escoceses había compartido en su muro de Facebook con la esperanza de lograr convencerla?

¿Y en cuántas ocasiones había ella rechazado la propuesta, excusándose en que tenía que trabajar o que no podía permitírselo en aquel momento?

Pero no podía imaginarse que el destino pudiera llegar a ser tan despiadado. No había forma de saber que su hermanita, que apenas acababa de cumplir los veintiún años y aparentaba aún menos, no llegaría a vivir ni un cuarto de siglo.

Al final, Ariadna había cumplido sus deseos y viajado a Escocia, aunque solo fuera para despedirse de un cascarón vacío, de una perfecta Blancanieves de pelo azabache y nívea tez que nada tenía que ver ya con su piel mediterránea. Su príncipe estaba allí cuando Ari llegó, sentado junto a ella, aferrando su mano derecha entre las suyas como si pensara que pudiera traspasarle parte de su vida si lo intentaba con todas sus fuerzas. Beathan la miraba con tanto cariño, desbordando tal cantidad de amor a través de sus ojos, que las lágrimas de Ari casi se derramaron antes por él que por su hermana, y ni siquiera lo conocía. Pero Iveth, donde quiera que estuviera, ya no tendría que preocuparse de nada, y a ellos les dejaba con el amargo recuerdo de quien fue y no volvería a ser. Era el corazón de Beathan el que yacería enterrado vivo en aquel ataúd. Era él quien tendría que aprender a sobrevivir con el alma rota.

En el mundo real el poder de un beso no era suficiente para devolver la vida.

Ari se acercó al cuerpo inerte de su hermana. Tras su primer encuentro no sabía qué decir al hombre sentado a su lado, pero Beathan ni siquiera pareció reparar en ella. Cuando Ari miró el cadáver, el impacto fue suficiente para hacerla retroceder un paso; era ella, su hermana, la que parecía dormir en el ataúd, pero al mismo tiempo no lo era. Lo que allí quedaba no guardaba más relación con la original que una figura de cera con el personaje al que representa, y eso tan solo si se ignoraban las heridas y contusiones que los de la funeraria habían intentado disimular. Iveth ya no estaba allí, y Ari se sintió como cualquiera de las veces en las que de pequeña había sido arrastrada a una iglesia para rezarle a una estatua. Esa no era su hermana, solo una representación de ella.

Sin cruzar la mirada con Beathan y mientras se enjugaba las lágrimas para poder dar con la salida, se dirigió al exterior y allí se desahogó sentada en un banco, esperando sin saber muy bien qué. Tenía que volver a hablar con él con más calma.

Lo único que Beathan le había dicho al llamarla por teléfono era que su hermana había sufrido un accidente y que tenía que ir a Edimburgo con urgencia. Ari le había pedido que no avisara a su madre, le había mentido diciendo que ella lo haría, y había cogido sola el primer vuelo hacia la capital escocesa. Para cuando llegó a la ciudad fue demasiado tarde (hacía un par de horas que su hermana había muerto en quirófano), y la soledad se abrazó a sus entrañas al descubrirse en el hospital de una ciudad desconocida, en un país desconocido, a varias horas de avión de su España natal y unos metros de distancia del cuerpo sin vida de una de las personas más importantes para ella.

Iveth había muerto de manera tan absurda, por un hecho tan fácilmente evitable, que todavía le costaba creer que aquello estuviera ocurriendo, que no se tratara de un mal sueño. Cuando se encontró con Beathan en el hospital comprobó que, al haberlo presenciado todo, el shock de lo acontecido todavía seguía adueñado de él. Tuvo serias dificultades para entenderle en inglés con ese acento tan marcado y la precipitación con la que relataba lo acontecido. Para empezar solo comprendió que Iveth había sido atropellada por un coche mientras hacía fotos, y algo acerca del sentido de conducción británico. Ariadna necesitó agarrar sus hombros, como si fuera un niño a pesar de que solo tuviera un par de años más que su hermana, y pedirle a gritos que hablara más despacio. Beathan respiró hondo y, como pudo, le explicó lo ocurrido, que aprovechando las últimas luces del día, Iveth tomaba fotos de la catedral de St. Giles en la Royal Mile. Hacía una semana que había empezado a llenar un álbum sobre la ciudad para enviarle a su hermana y pensó que aquella debía ocupar una de las últimas páginas. Lo que no podía saber es que en realidad sería la última instantánea que tomara. Centrada en comprobar en la pantalla de su cámara los resultados obtenidos, y presionada por la llamada apremiante de Beathan que la esperaba al otro lado de la calle, volvió a olvidar el lado correcto al que mirar antes de cruzar la carretera. Para cuando lo hizo, el conductor no tuvo tiempo de evitar el choque.

En ese instante, tras escuchar lo ocurrido, Ari había odiado con todas sus fuerzas a aquel hombre. Le había golpeado e insultado con todas las palabras hirientes que conocía en español y en inglés. ¿Cómo podía haber dejado que su hermana terminara así? ¿Por qué no había estado a su lado para evitarlo? Pero la reacción de Beathan la tomó por sorpresa, y cuando el chico (tan alto y de complexión tan fuerte a pesar de no ser más que un veinteañero) rompió a llorar, comprendió que no estaba increpando a un adulto por una negligencia con un niño, sino culpando a un enamorado de la muerte de la persona que lo significaba todo para él, de una muerte que, por increíble y absurda que pareciera, sólo había sido fruto de la imprudencia, de un estúpido despiste que no tenía por qué haber desembocado en algo tan grave. No había culpables, sólo víctimas.

Ari se apartó de él, deseando dar con alguien a quien odiar por lo ocurrido para poder así, por lo menos, aliviar un poco aquel dolor, aquel peso que sentía sobre su corazón. Pero no podía odiar a nadie más que a sí misma por no haber acudido antes a Edimburgo, por posponer ese viaje tantas veces. Quizás no hubiera cambiado nada que ella hubiera estado allí, probablemente no, pero como mínimo habría podido pasar más tiempo con su hermana, conocer a Beathan en mejores circunstancias, comprobar si era tan feliz con él como aseguraba en sus mensajes y video-llamadas.

Ahora, allí en Edimburgo solo quedaban lágrimas, y corazones y sueños rotos.



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