16. Rebelación

6.1K 769 40
                                    

Cuando entré en su cuarto, a mitad de la noche, mis ojos no pudieron creer lo que veía. La habitación de Diana, la cual siempre había imaginado como la de Matthew: negra y sin luz por el cómo vestía, había resultado ser tan rosa y brillante como si alguien hubiera vomitado unicornios de colores y arcoíris de mil sabores.

El suelo de madera oscura había sido forrado con un afelpado de color chillón; cortinas blancas, casi transparentes, colgaban de las ventanas que mostraban todas las flores rojas del jardín y los peluches, de un millón de animales, colgaban sonrientes de todos lados del cuarto.

Osos, conejos, leones y ranas me miraron al llegar... y todos se bufaron.

Diana se rio también al verme parada justo en el umbral del lugar, admirando, seguramente aterrada, como todo lo que estaba ahí parecía querer incinerarme con la mirada.

—Entra. —Me indicó juguetona—. Mis juguetes no muerden.

No sonreí, simplemente me moví. Sintiendo como si el suelo quisiera tragarme, me desplacé pesadamente hacia donde Diana me indicaba con sus pequeñas manitas.

—Siéntate aquí —aclaró frente a una pequeña silla, en donde había una tetera y unas tazas vacías—. Iré por algo de té.

Quise decirle que no importaba o que al menos yo no venía ahí a comer, pero la mirada esperanzada que me había echado encima había sido suficiente como para endurecerme. Escuché entonces cuando cerró la puerta tras de sí, dejándome sola por unos instantes.

Ahí fue cuando sentí como todo me comía.

Los juguetes tenían una extraña presión en mi espalda. Por alguna razón, pensaba que en cualquier instante el león, sin uno de sus ojos, se me lanzaría encima o que el elefante, cual tenía un parche en su estómago, parpadearía con esos enormes ojos que portaba.

Me sentí atacada, observada e inclusive, analizada... así como si todos esos muñecos, peluches y juguetes estuvieran prestando atención a mis pies, esos que se movían en un tic indeciso del si debían correr o quedarse.

Tragué saliva y apreté la mandíbula. ¿Cómo mierda había terminado en esa situación?

Observando la taza blanca con una flor rosa pintada en el fondo, recordé por milésima vez a lo que me hacía siempre dar un paso al frente o despertar cada día sin enloquecer. Recordar a mi hijo de nuevo, a esa hermosa carita y esos dientecitos recién formados me hizo sonreír por alguna razón; sin embargo, la risa contagiosa que soltaba esa tierna criatura y sus juguetonas bromitas que ya no estaban me hicieron entonces suspirar.

—¿Nikkie? —Diana remplazó la imagen que tenía. Frente a mí, el niño que había sido mi adoración se sustituía por una niña de largo pelaje gris y la cual me pasaba una mano por los ojos—. ¿Tierra, Nikkie?

Parpadeé varias veces, sintiendo como volvía a caer en ese pozo de lodo al que muchos le llamaban realidad.

—¿Regresaste?

Parpadeé.

—Lo siento, yo...

—No te preocupes, tontita. —Se rió—. Yo también suelo viajar.

Se hizo un silencio incómodo, pero aún así la niña no dejó de tratar de hacer amena mi estancia. Había servido el té, acomodado los pequeños pasteles junto a mí y se había quedado ahí, esperando a que empezara a comer.

—Diana, no tenías por qué...

—Quería hacerlo. —Me interrumpió antes de mirarme de nuevo y tomar una de sus tazas medio vacías—. Hace mucho que no tengo una fiesta aquí y nunca puedo probar los pasteles que hace Clara. Me hace feliz que comas frente a mí.

Colores clarosUnde poveștirile trăiesc. Descoperă acum