Prólogo

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El calor me impedía dormir, o eso era la excusa menos patética que podría inventarme.

Abrí los ojos y miré las, ya bien conocidas, grietas del techo que parecían una maldita serpiente cambiando de piel.

Las mismas sombras proyectadas por la bombilla del apartamento que ya había cuando me instalé; parecía ser el único objeto que seguía haciendo su trabajo correctamente, a pesar de estar colgando por dos cables negros que salían de un agujero más grande del techo; en un apaño, con un trozo de hilo y cinta, que sólo acumulaba polvo y telarañas.

Me giré, tumbado en un colchón que ni se podría denominar cama.

El piso no era más ancho que tres metros por cuatro y un baño contiguo, de medidas mucho más reducidas. Lo justo y necesario para vivir, aunque tenía que bajar a comer por cualquier bar cercano.

El dinero no era el problema. No me retiraron el sueldo. Debería estar con una estúpida sonrisa en la cara, pero no me hacía ni puta gracia que me apartasen. Y muchísimo menos ahora.

Suspiré y me senté en la cama. Estaba en boxers, me froté el pelaje de las patas y me apreté tanto el hocico como pude en un vano intento de despertar de algo que no fuese la realidad.

Me levanté y me miré en el espejo que había encima del escritorio, improvisado de un viejo aparador de madera oscura.

      "Soy un sergal una raza distinta a las habituales.

      Soy similar a los mamíferos, mi nariz es delgada y puntiaguda como la de un tiburón. Los dedos, similares a los de un roedor, patas de canguro, el cuello, pecho y torso con un pelaje más largo que el resto del cuerpo, culminando en unas orejas parecidas a las de un zorro, aunque son una mata de pelo puntiagudo del que no se puede ver el oído. Mi pelaje largo es negro, mientras que el superficial es blanco. Aunque, por motivos personales decidí teñir algunos mechones de rojo. Pero ya poco se nota de eso. 

      No estoy bien como para preocuparme de mi aspecto.

      Todo esto me otorga el respeto de los míos y el odio del resto"

Pensaba mientras me tocaba la cicatriz vertical del ojo derecho y sonreía en una laguna de decepción, ironía y lastima.

Me apoyé en el aparador y miré la fotografía que se tapaba parcialmente por las llaves del vehículo.

Me acerqué a la única silla del piso, que se mantenía echada contra el pomo de la puerta. En su regazo, estaba la ropa de camuflaje.

Me vestí con los pantalones cortos, la camiseta de patrón liso y el chaleco negro. Me puse el cinturón y deje la silla en el pequeño hueco detrás de la puerta.

Me miré de nuevo en el espejo.

"Ahora es su turno, inspector"

Esa frase del viejo Siph, al entregarme la placa de su uniforme, me quedará grabada. Al principio era un honor para mi, ahora solo se repite como una constante y jodida burla.

Recogí las llaves y metí la fotografía en uno de los bolsillos del chaleco. Luego añadí al cinturón la Heckler que se encontraba en el primer cajón del aparador enterrada entre papeles, cajetillas de tabaco y mucha más basura.

Luego de abrir el otro cajón y añadí el resto de cosas; los dos cargadores, el taser, el cuchillo, el busca, el gps, la cartera y el móvil... Hacía que los bolsillos del chaleco abultasen y fuese más incómodo de llevar pero valía la pena.

Abandoné el edificio de apartamentos por las escaleras. Me topé con Emen, una gata negra sin raza, que vive en el piso contiguo.

Es una tía legal, aunque lleva jodido lo de conseguir un trabajo.

Somos El Escuadrón Del Desierto [RE-ESCRIBIENDOSE]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora